¿Dónde estabas cuando murió Chávez? – Ibsen Martínez

La noche cayó sobre una ciudad atemorizada por lo que podría pasar que al cabo no pasó, al menos no aquella noche

Publicado en: El País

Por: Ibsen Martínez

Pocas horas antes del anuncio que hasta hoy se tiene por oficial de la muerte de Chávez, la telenovela en la que venía yo trabajando en Caracas se fue al diablo cuando el comprador final, una cadena de los Estados Unidos, decidió cancelar la grabación de los últimos 45 capítulos

El mercado ha cambiado desde entonces: ahora el comprador final es una gran plataforma que cada dos trimestres se traga a otra gran plataforma y despiden a todo el mundo. Los gerentes de contenido tienen 26 años, se comunican entre ellos con chatGPT, no necesitan saber quién fue Billy Wilder y ganan fortunas. Recuerdo aquí un mundo perdido: el de las telenovelas producidas en Hispanoamérica para televisión de señal abierta. Perdido para siempre, como el oficio de tejer cota de malla.

Yo había estado sin trabajo en la televisión durante casi una década —ahora cerraban canales en Venezuela, nadie exportaba ya culebrones—. Contemplaba seriamente probar suerte con los productos Herbalife, cuando Rolando Loewenstein, un personaje salido de una novela de Soma Morgenstern, me dijo “invéntate una telenovela; yo la venderé”.

Le hice ver el contexto: el único canal privado que todavía no había sido clausurado o acosado con fiscalizaciones tributarias por Chávez era el canal 10, una pequeña televisora, propiedad de un ganadero, que sobrevivía, entre otras astucias, gracias a que producía el programa de opinión del vicepresidente de la república, José Vicente Rangel. Deportes, muchos deportes y noticieros “equilibrados”. Chávez había clausurado y expropiado Radio Caracas TV, canal 2, hacia ya seis años. Además, aquella cafetera carecía de instalaciones y know howpara producir intensivamente culebrones. Loewenstein, como AMLO, “tenía otros datos”.

Una gran comprador final —me dijo—, una red filial de la Universal o alguna otra igual de grande, había cerrado trato con la cafetera y una productora veracruzana para generar contenido, esto es, culebrones, durante un par de años de prueba. La hiperinflación ya se anunciaba y eso abarataría indeciblemente los costos. Había más: el mandamás del comprador final era un viejo amigo mío que sabía de mis apuros. Loewenstein veía, eso tengo que decirlo.

Mientras, en vísperas del gran viaje de Chávez a la posteridadde la Pachamama, nadie daba un níquel por sus sucesores: MaduroDiosdado Cabello y ese otro de cuyo nombre nunca me acuerdo.

Se esperaba un pronunciamiento militar para cuando Chávez “diera el brinco del tordito guanabanero” —palabras de un chusco de la radio que pagó con dos años de encierro su zafiedad—, se decía que Chávez había muerto hacia tiempo en Cuba y que el gobierno se aprestaba a dar un golpe, se temía una explosión social de las clases medias y altas, hasta se especulaba con una invasión uribista. Finalmente, los estudiantes tomaron las calles y la agitación ciudadana hizo ya imposible filmar en exteriores

Un grupo muy grande de jóvenes universitarios hizo una acampada frente a la sede de la ONU. Demandaban transparencia en los anuncios del Gobierno. Fueron brutalmente desalojados, los disturbios se extendieron hasta una zona cercana al hotel que alojaba al director, los actores y los técnicos mexicanos. Los gases penetraron en las habitaciones, hubo asfixia e histeria y, el director, obrando con prudencia, decidió que toda la troupe abandonase el país cuanto antes.

La telenovela solo alcanzó 92 episodios de los 150 pactados. Todavía de madrugada, mis compañeros mexicanos se hicieron llevar a un aeropuerto alterno donde esperaron el amanecer del día en que, según contó Nicolás Maduro por televisión, falleció Chávez.

La tarde en que el “Comandante Eterno” rindió su espíritu indomable me vi con el comprador de mi pequeño Daewoo 1.200 cc , modelo 2012. Yo no tenía planes de emigrar; lo vendí en un rapto que resulto clarividente.

Le entregué al comprador los documentos notariados y las llaves del coche; él me dio dinero en efectivo en un sobre de papel. Aún hubo tiempo para una copa en una tasca de la Calle Hélice. Justo nos servían cuando Maduro habló en cadena nacional desde el Hospital Militar y en el municipio Chacao, donde estábamos, estalló el pandemonio. Nos echaron del sitio, la gente corría en todas direcciones, había cesado el transporte público, no recuerdo dónde el comprador y yo nos separamos.

La noche cayó sobre una ciudad atemorizada por lo que podría pasar que al cabo no pasó, al menos no aquella noche. Esfumados los taxis, sin embargo, no quedó más que irme a casa caminando. No había hecho un kilómetro con la chaqueta al hombro —estaba al pie de la cuesta que atraviesa el viejo Country Club, camino al Colegio Humboldt— cuando de un auto alguien me llamó por mi nombre.

El conductor sonreía, me preguntó si iba camino a la Ata Florida, la urbanización donde vivía, y me ofreció el aventón con un gesto. No lo conocía, o no recordaba conocerlo, pero como la Providencia obra a veces así, no dudé en abordar aquel Monza usado. Traté sin éxito de que la conversación sobre los disturbios que se entabló durante el aventón me diera alguna pista. Inútil, nunca sabré quién era.

En eso pasamos frente a la embajada de Marruecos y el samaritano, en lugar de torcer a la izquierda, hacia mi casa, se adentró velozmente por una lateral arbolada y ya a oscuras. Cuando se detuvo, dijo: “déjame en el piso lo que tengas y sal del carro”.

Él también salió a medias del auto. No, no mostró nunca un arma. No hace falta mostrarla cuando realmente tienes un arma y, como suele decirse, también “la actitud”. Largué la billetera y el celular. Me ordenó que arrojara la chaqueta dentro del coche y, tomándome un tiempo, obedecí. Él se alejó sin prisa hacia la ciudad. Me quedé aún un rato allí, pisando el sobre con el dinero y comencé a hacer planes para una vida lejos.

 

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