Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Acabo de llegar de pasar diez días en Estados Unidos, adonde no iba hacía tres años, y me puse a mirar a la gente, a ve pa ve. Saltó a la vista una vez más que el americano promedio no se parece para nada a los figurines de todos los sexos que uno ve en la televisión, las revistas, las vallas e incluso en los avatares de las redes sociales. Mitad hombres y mitad mujeres aproximadamente, con las variaciones que eso permite, sí han crecido algo en estatura física, pero sobre todo están muy repuestos, como se dice, y más que nunca abundan los gordos. De nuevo, nada que ver con las imágenes que lo bombardean a uno en la publicidad. Aunque sigue habiendo mucha gente que uno llamaría blanca, el mestizaje creciente es inocultable y se ven bastantes personas negras —no todas “afroamericanas”, pues, aparte de las sangres mezcladas, hay negros no africanos de origen asiático—.
El americano típico se mueve en carro y vive en una casa, grande, inmensa, pequeña o diminuta, antes que en apartamentos. En las calles casi no se ven las motos que en el Tercer Mundo son una pesadilla. Donde hay subways, la gente los usa bastante para ir y volver del trabajo, y aquí y allá montan también en bus, cuyas redes son reducidas. Dicho esto, las casas dispersas del esquema de suburbios son imposibles de cubrir con transporte público. Así que lo que existe en inmensa abundancia son carros que pasan por vías más o menos arregladas, si bien no son nada del otro jueves, y ya en ello carros de gasolina, no eléctricos. Se ven bombas por doquier, mientras que estacionar en la calle cuesta pero es fácil de pagar mediante una aplicación.
Los trenes merecen una nota aparte. Fueron el gran símbolo del progreso en el siglo XIX, llenaron las fronteras del occidente, y pese a que la topografía del país es ideal para ellos, con sus montañas espaciadas de altura moderada, las redes han sido prácticamente erradicadas cuando el tren no es para llegar a un suburbio cercano. Un tiquete de una vía de Washington a Nueva York cuesta la astronómica cifra de 400 dólares, tres o cuatro veces más que un avión. Y nada de vagones de lujo veloces como en Europa, China o Japón. Puros vejestorios más o menos redecorados. En fin, los trenes se usan ante todo para carga de corta distancia. Yo al menos sí necesito que alguien me explique cómo es ese modelo de negocios, pues no lo entiendo. A ese precio y con esa calidad, ¿hay manera de evitar que los mercados sean diminutos? Y ojo que todavía se llenan a veces, según me cuentan. Esto me lleva a la conciencia ambiental del americano promedio: tibia, muy tibia en lo que sería eficaz, como el tren, así sea ruidosa en lo simbólico: marchas, camisetas, videos y tuits.
Todo lo que va descrito hasta aquí tiene potentes efectos ideológicos y políticos. Me topé con varias personas que ven muy sólido el conservadurismo del americano promedio, lo que no significa que vayan a reelegir a Trump en 2024 o a arrasar en las elecciones de mitaca de 2022. Lo que sí se entiende es el gran fraccionamiento en grupos afines. Aparte del ruido, no nota uno nada que esté uniendo de veras a los americanos. La topografía del país se presta para la fragmentación. De ahí que una retroalimentación de ideas más o menos locas sea muy visible. ¿Surgirá de todo eso una vía de en medio potente que repare lo que allá no funciona bien y le hace a uno temer por el futuro?
Les dejo la inquietud, como de costumbre.
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