Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Pocas palabras más circuladas hoy y siempre que “cambio”, sobre todo en aquellos países en los que existe una gran resistencia al mismo y donde, cuando se intenta alguno de peso, conduce al parto de los montes por la incorregible timidez de los poderosos del lugar.
Muy conocida es la cita que habla de cambiarlo todo para que todo siga igual. Se asigna a El gatopardo, cuando Lampedusa lo más posible es que la haya tomado de su fuente original, un texto de Alphonse Karr, periodista francés hoy olvidado que escribía en una revista satírica llamada Las avispas. Igual, en política se habla de gatopardismo, tendencia reaccionaria según la cual el poder debe servir a los de siempre sin que importe engañar a los pueblos.
El cambio, supongo que no tengo que decirlo, no es virtuoso per se. Los hay de aparente audacia pero inocuos, los hay contraproducentes, los hay dañinos. Un buen amigo incluso opina que las crisis no deben servir para impulsar cambios, y hasta es posible estar de acuerdo con él, aunque lo que sí hace una crisis, como la causada por el COVID-19, es volverlos inevitables, de modo que mal puede uno refugiarse en una especie de gatopardismo filosófico con la idea de no empeorar lo poco que va bien o que no va tan mal. No, no todo puede seguir igual, así sea muy factible que haya cosas que empeoren mucho. La Gran Depresión de 1929 trajo el New Deal, un cambio atinado y bien ejecutado, mientras que la derrota de Rusia en la Primera Guerra Mundial condujo a los bolcheviques al poder, un acto de consecuencias letales durante siete décadas. De modo que si el cambio es inevitable, discutamos sobre los virtuosos que se nos ocurran para que no vengan los perniciosos que no queremos. De más está decir que algunos de estos últimos pueden ser inevitables, dadas algunas tradiciones destructivas que imperan desde hace tanto entre nosotros.
De cualquier modo, quienes dicen que en Colombia nunca ha cambiado nada están pifiados. El país de hoy se parece poco al de hace cuarenta, ochenta, doscientos años. Lo que no puede decirse, en contraste, es que sea un lugar mucho mejor o muy bien encaminado. Un ejemplo entre muchos: los terribles años de la Violencia no concluyeron con la derrota del integrismo conservador que fue su principal causa, sino con un acuerdo milimétrico, el Frente Nacional, en medio de cuya parálisis política se incubaron violencias de todo tipo, para no hablar de la narcotización del Estado y los centenares de miles de muertos que el país puso solo por arrodillarse ante el prohibicionismo americano, de raíces racistas.
Víctima de mi viejo optimismo, yo diría que se debe albergar la esperanza de que los cambios inevitables de los próximos dos, tres, cinco, ocho años sean virtuosos. Las tareas pendientes, por lo dicho atrás, son abundantes: el mal uso y la pésima distribución de las magníficas tierras del país; la juventud todavía víctima de una educación pública muy deficiente —la privada es aceptable o buena, pero no resuelve los problemas sociales—; la exagerada desigualdad del ingreso, que se verá agudizada por la recesión que nos sobrevino y durará quién sabe cuánto; la inefable prohibición de las drogas solo para complacer al míster, y dejo entre el tintero decenas de problemas importantes.
Soy un intelectual que opina, no un político, de modo que me es imposible garantizar el surgimiento de un programa, un partido y un candidato virtuosos. Ojalá su tiempo esté cercano.
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