Publicado en: El Nuevo Herald
Todo comenzó con George Washington. Se edificaba la primera república moderna y era necesario nombrar un poder judicial independiente. Don George designó a los seis magistrados de la Corte Suprema (entonces eran seis) y fueron aprobados en dos días.
En ese momento no existían izquierdas ni derechas. Ni siquiera había partidos políticos. La disputa era entre federalistas y sus adversarios. Sí había, naturalmente, rencillas personales y choques de egos que alguna vez derivaron en duelos a muerte, como el que le costó la vida a Alexander Hamilton a manos de Aaron Burr.
El amargo espectáculo del nombramiento de Brett Kavanaugh y la mezquina riña partidista entre republicanos y demócratas, precedida por la del juez Merrick Garland en época de Obama, parecida, pero de signo contrario, me lleva a pensar que el procedimiento de designar a los jueces en Estados Unidos es disparatado.
No es posible que la nación más poderosa de la historia se comporte de esa vergonzosa manera en un asunto tan delicado como escoger a sus jueces principales. El país no llega a los excesos del Cartel de la Toga en Colombia, Perú o Ecuador, donde algunos magistrados superiores han sido sorprendidos vendiendo las sentencias, o como en Venezuela, Nicaragua, Bolivia o Cuba, donde los jueces están al obsecuente servicio del gobierno, pero si continúa por esa senda es posible que la degradación sea total. Todo camino se puede andar.
El Poder Judicial es la pieza clave de cualquier estado de derecho fundado en la observancia de la ley, ya sea una república o una monarquía parlamentaria. No existe ningún elemento dentro del Estado que acerque más a los ciudadanos al modelo de gobierno que tener la seguridad de que no serán aplastados por los poderosos, ya sean o no funcionarios. Pero, por la otra punta del razonamiento, no hay un factor que aleje más a las personas del sistema en el que viven que saber que no todas las personas son iguales ante la ley y que el discurso oficial es una soberana mentira. Ésa es la madre del cinismo generalizado y el factor que más pudre la convivencia.
No podemos olvidar que la legitimidad de los reyes medievales (antecesores de los gobernantes modernos) se fundamentaba en la capacidad para “decir derecho”. La jurisdicción era precisamente eso. Cuando los Reyes de Castilla ni siquiera tenían sede, deambulaban impartiendo justicia entre los campesinos con los códigos legales colocados en carretas. Los súbditos les llevaban sus quejas y sus querellas. Ellos sentenciaban. A Alfonso X no le decían “el Sabio” por componer versos en gallego, sino por escribir en castellano Las siete partidas y juzgar con equidad a partir de esos textos.
¿Qué puede hacerse? La jurista Beatriz Bernal, hoy jubilada, catedrática en México y en Madrid, nacida y graduada en La Habana, supone y propone que se cree la carrera judicial. No hay duda de que ése es un buen paso que debe darse, porque impartir justicia es un complicado proceso en el que hay que conocer a fondo las leyes y las formas, y ser capaces de tamizar todo eso a través de la ética, pero probablemente no es suficiente. Hay que atraer a las mejores cabezas a la judicatura y eso se logra con buenos salarios y mucho reconocimiento. Mientras ser un buen juez carezca de peso social es probable que casi nadie con auténtico valor quiera serlo.
Hay que erradicar la nefasta práctica de elegir a los jueces, lo que exige contribuir con dinero a sus campañas. La impartición de justicia es un componente ajeno a la democracia que a veces se lleva a cabo contra el criterio de la mayoría. También es preciso arrebatarles a los políticos la facultad de nombrar a los jueces. La tendencia natural de los políticos será siempre designar a personas que tengan sus ideas y valores. Eso es fatal para el conjunto de la sociedad. Lo único importante es que apliquen la ley sin favoritismos y con altura de miras.
En Estados Unidos se suele consultar los nombramientos judiciales al Colegio de Abogados, pero sus opiniones no son vinculantes. Tal vez debieran serlo. Acaso las mejores facultades de leyes pudieran seleccionar a los candidatos a jueces. Incluso, es concebible un sistema mixto donde las sociedades profesionales propongan una terna y el Presidente y el Comité Judicial del Senado elijan al juez definitivo. Pero, por Dios, no repitan el espantoso espectáculo de Garland o de Kavanaugh. La sociedad norteamericana no se lo merece.
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