Enfermedad autoinmune - José Ignacio Rasso

Enfermedad autoinmune – José Ignacio Rasso

Publicado en: La Lista

Por: José Ignacio Rasso

A veces pienso que como país buscamos autodestruirnos, como un cuerpo que se niega a sanar.

Las ideas se secan no porque falte agua, sino porque se ha elegido el río equivocado. La piel nos quema como si nuestras decisiones fueran una enfermedad autoinmune. La democracia desvanece como si el poder legislativo se comiera las últimas células sanas que quedan. Como esos cortes finos y desgarradores en las muñecas de un adolescente, como quien se niega a comer, como quienes destruyen el poder judicial y se atreven a reír a carcajadas.

Estamos frente a una mayoría en el Congreso que se mata a si misma en un intento por demostrar el poder absoluto que tiene, por envenenar de resentimiento la lluvia que cae sobre todos, por asfixiar a la salud, la educación y a los refugios con recortes al presupuesto, por destruir los órganos autónomos y la transparencia en un tiempo de poderes ciegos. Estamos frente a un presidente del Senado que busca anestesiar el libre pensamiento y, además, espera aplausos.

Nos hemos acostumbrado a beber mentiras hasta emborracharnos mientras la nación se desangra en las calles entre extorsiones y violencia. Adictos a lo que queremos escuchar nos atragantamos de fantasías de un país que solo existe en los discursos, mientras nos vamos carcomiendo por dentro hasta la muerte.

Lo que pasa es que se ha votado por la droga que mata y no por la medicina que cura.

Es verdad que un país no se puede lanzar a un acantilado ni colgarse de un puente, pero si entregarle todo el poder a quien jale el gatillo. Puede endosar su sentencia a la silla eléctrica mientras festeja la prisión preventiva oficiosa. Puede pisotear los derechos humanos mientras designa a la incompetencia como titular y puede inmolarse en memoria a una divinidad que no existe ni en Palenque.

Así, todos los días somos testigos de cientos de decisiones suicidas desde la Cámara de Diputados, constatamos en tiempo real como se burlan, como nos quitan los sueños de las manos, como siembran el veneno en el centro de la Constitución y como insisten en desgastar las articulaciones que nos mantenían en movimiento.

Porque la autodestrucción no siempre tiene rostro ni forma, a veces se disfraza de un diagnóstico optimista que promete todo de manera sencilla y nos invita a correr cuando nos han amputado las piernas.

Un sistema político-inmunológico que, en lugar de defendernos, nos ataca y reconoce nuestra existencia como amenaza. Una enfermedad que se manifiesta en el cuerpo y se propaga bajo la contradicción más amarga que puedo imaginar: Lo que debería sanar, destruye, lo que tendría que erradicar, fortalece.

Así, ebrios de poder, nuestros legisladores han hecho metástasis en cada uno de los congresos locales, haciendo crónicos nuestros padecimientos y sepultando a generaciones futuras que se perderán como polvo en una urna para cenizas.

Sabemos que la destrucción y el sufrimiento se han convertido en la norma estos días, como el cuerpo enfermo que ataca a sus propios órganos, a sus instituciones, sociedad y esqueleto. Vemos como la esperanza desvanece, como el antiviral deja de ser efectivo, como la desesperación se nutre a sí misma y como un montón de críticos y médicos caemos en una espiral de lamentos que nos tiene paralizados.

Y, sin embargo, entre los huesos de esa batalla, algo persiste, como hierba que crece entre las rocas, como un suspiro que se resiste a morir, como una rama de dónde sujetarnos, porque, aunque nuestros gobernantes fallen y la sociedad se desangre en sus propios laberintos, queda siempre el espíritu de lucha y las ganas de vivir.

Y aunque al final la muerte parezca más un alivio que una amenaza, existen voces que buscan regresarnos a la cordura, recordarnos que el suicidio colectivo no es un susurro que debe tolerarse, sino un grito que debe activarnos y formar escudos ciudadanos antes de que la enfermedad lo devore todo.

Cualquier esfuerzo en este sentido vale la pena, porque es momento de reanimar este cuerpo para que nunca deje de latir.

 

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