Publicado en: El Nuevo Herald
El gobierno cubano anunció una nueva Constitución. Se discutirá los días 21, 22 y 23 de julio. Nadie espera que el dócil Parlamento, compuesto por 605 asambleístas asombrosamente afinados, genere la menor disonancia.
Reintroducen el cargo de Primer Ministro. El Presidente representará al Estado. Habrá vicepresidente. El Primer Ministro se encargará de la gerencia del gobierno y del control del Consejo de Ministros. Ninguno de esos mandos será por voto directo. Dentro del parlamento, otro órgano mucho más reducido y manejable, el Consejo de Estado, será el que propondrá a los “compañeros” idóneos. El objetivo es restarle autoridad al Presidente.
El Partido Comunista conserva su carácter de fuerza hegemónica del país y centro único de iniciativas. Con una infinita terquedad continúan invocando la inspiración marxista-leninista del Estado y del gobierno. No han aprendido nada.
Pero el elemento más importante, que tratan de pasar de contrabando, es la incorporación de un inquietante Consejo de Defensa Nacional (CDN), del que se afirma que es “un órgano superior del Estado que dirige al país durante las situaciones excepcionales y de desastre”.
No se dice, pero se sabe, que esa institución está regida por el coronel Alejandro Castro Espín, único hijo varón de Raúl Castro, y reúne a todas las fuentes de inteligencia y contrainteligencia del país. El que se mueva no saldrá en la foto. Tal vez aparezca en la crónica roja de Granma, como les sucedió al general Arnaldo Ochoa y al coronel Tony de la Guardia. Los fusilaron en 1989.
La vaga definición del CDN y su probable intervención en situaciones excepcionales funciona como una verdadera espada de Damocles que pende sobre las cabezas de todos los apparatchiks, comenzando por la de Miguel Díaz-Canel, el hombre más vigilado por la contrainteligencia cubana.
El premierato ya existió entre 1959 y 1976. En ese largo periodo Fidel Castro fue PM e hizo lo que le dio la gana. De manera inconsulta cambió el modelo político y económico de los cubanos, introdujo misiles soviéticos, que casi desembocan en una guerra mundial, inició las guerras africanas y creó todo género de disturbios en medio planeta apoyando a cuanto grupo revolucionario anti occidental se asomaba a La Habana.
En el 76, durante el periodo de sovietización de la Isla, inexactamente calificado de institucionalización, inspirados por la Constitución búlgara –porque era un pequeño país agrícola con una población semejante a la cubana- se acercaron a la fórmula soviética, pero Fidel siguió haciendo lo que le salía de sus barbas.
La nueva Constitución anunciada por el gobierno cubano es, por una punta, un ajuste a la realidad; por la otra, un intento gatopardiano de que todo siga igual. Y por una tercera, un límite a la autoridad del Presidente para que no se le ocurra jugar al caudillismo, como hicieron Fidel y Raúl en su momento.
La desaparición de la URSS y del campo socialista europeo a principios de los noventa dejaron a Cuba sin subsidios y a la deriva. La manera de capear ese inmenso temporal fue reformar la economía para salvar el colectivismo. Fue entonces cuando del caletre de Fidel comenzó a surgir el contradictorio “modelo castrista de reformas”.
A regañadientes, aceptó la menor cantidad de empresa privada, inversiones y cuentapropistas que le permitiera sobrevivir a su régimen. En ese momento admitió la dolarización, pero cuando pasó el vendaval y ascendió Chávez al poder, se pegó a la teta venezolana con una voracidad de huérfano hasta que pudo revocar la medida.
La duda era si Raúl Castro, con la reforma que preparaba, trataría de sumarse al modelo chino, al vietnamita, o si se mantendría dentro de las coordenadas del modelo castrista. Ya no hay espacio a la esperanza de cambio económico. (Nunca las hubo de cambio político). Las reformas están encaminadas a mantener el aparato productivo fundamental en manos del Estado.
En suma: se restringen más las actividades de los cuentapropistas y el acceso a la propiedad privada. El propósito es impedir a cualquier costo que los cubanos se enriquezcan. Raúl Castro no cree la frase clave de Deng Xiaoping: “enriquecerse es glorioso”. Sigue pensando que es repugnante. Menos para él y su familia, claro.