Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Pese a la vanidad colectiva que con frecuencia nos embarga, hay que decir que la Colombia rica o poderosa no está interesada en la cultura, la educación o las artes. Aquí son pocos los que aportan a ellas y lo que aportan suele ser poco. No abundan los filántropos colombianos, economía naranja o no economía naranja.
Por ejemplo, las modestas ventajas tributarias que se solían dar a las empresas que financiaban la filantropía han quedado casi borradas con las últimas reformas tributarias. Hoy una empresa obtiene un descuento del 25% de lo que done hasta cierto monto, aplicable en la declaración de renta del año siguiente. Esto significa que el 75% corre por su cuenta, o sea, casi todo. Queda viva, pues, la exención tributaria en cabeza de la propia Entidad Sin Ánimo de Lucro (esal), para calificar a la cual las exigencias se han vuelto en extremo estrictas.
Quienes aquí nos dedicamos a promover actividades sin ánimo de lucro, ya sea porque el lucro en estas es inviable o por cualquier otra razón, nos miramos al espejo y vemos a un iluso, por no decir que a un loco. Es cierto que cuando había condiciones más dadivosas, la imagen que nos devolvía el espejo no era tan diferente porque la filantropía, lo que se dice la filantropía desinteresada, tiene entre nosotros una trayectoria penosa. La mayoría de las grandes empresas creaban sus propias fundaciones, aprovechando allí los descuentos tributarios que alguna vez fueron generosos, y pare de contar. En muchos casos la plata así canalizada terminaba en cuantiosos contratos con personas allegadas, que por supuesto no pagaban impuestos. Además, se usaba la responsabilidad social empresarial como una forma de publicidad, que decía: pese a que gano mucho dinero en mi ramo de negocios, yo soy bueno, miren cómo dono tanto para que la lactancia materna se consolide o miren que tengo a cargo unas escuelitas en Caparrapí. Publicidad. Nada de buscar en la sociedad emprendimientos valiosos a los que se pudiera apoyar por su valor. Sobre todo que las esal de fuste solían y suelen ser independientes, de suerte que se adapta mal a los esquemas corporativos de un banco, de una minera o de cualquier otra empresa capitalista grande. A los verdaderos intelectuales no les gusta el servilismo.
En el mundo el grueso de la filantropía proviene de individuos, ricos muchos, otros simplemente entusiastas y generosos, no de empresas. Gran parte de las colecciones de los grande museos o la financiación de universidades de prestigio – las cuales, dicho sea de paso, tienen un fuerte efecto elitista, pese a las ideologías que en ellas campean, un poco como grandes hojas de parra – son donaciones individuales. Muchos ricos en el mundo han descubierto que de nada sirve pasar de tener un patrimonio de USD$ 100 millones a uno de 110 o uno de USD$ 5.000 millones a uno de 10.000 y que esos excedentes pueden usarse de maneras mucho más efectivas.
Volviendo a Colombia, debemos adelantar un debate y quizá una campaña para que las personas con grandes excedentes económicos aporten lo suyo a las causas que les calienten el corazón. Pueden ser las artes, la educación o las ciencias, pero tienen que dejar de ser aquellos territorios en los que los impuestos bien gastados pagados al Estado son la fuente necesaria. El hambre de los niños del país no debe ser resuelta a punta de caridad. Las artes, en cambio, si requieren aportes privados.
Nada de esto es fácil.
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