Publicado en: Milenio
Por: Irene Vallejo
Continuando un largo trabajo de demolición, la enésima reforma de nuestro sistema educativo arrincona la enseñanza de la filosofía. Nuestros legisladores parecen pensar que solo un reducido grupo de especialistas necesitan ejercitar el pensamiento crítico, entender los mecanismos del poder, descubrir las falacias con las que intentan engañarnos o afrontar la dificultad de vivir, envejecer y morir. En realidad, desterrar la filosofía del recorrido educativo nunca es inocente. Quienes deciden este exilio, pretenden que caminemos más dóciles y sonámbulos por la ruta de los días.
Los antiguos inventaron la filosofía y la consideraron una necesidad vital. Los romanos que podían permitírselo, tenían un filósofo doméstico en sus hogares. Solicitaban su ayuda para educar a los hijos, para aprender a lanzar grandes discursos o cuando se enfrentaban a una situación difícil. Algunos sarcófagos romanos de mármol representan a una pareja ante el umbral de una puerta. Tras ellos, en segundo plano y actitud apaciguadora, aparece un hombre con barba y toga. El umbral representa la muerte; la pareja, a los dueños de la tumba; y el hombre barbudo es su filósofo de cabecera en quien buscaron consejo a lo largo de los años y que los sosiega en su último paso. Así quisieron inmortalizar a su sabio ayudante, acompañándoles hasta el instante definitivo. Hoy estarían más solos.