Publicado en: The New York Times
La polarización ha terminado por destruir la credibilidad en los políticos. Los problemas más profundos de América Latina no pueden simplificarse: antes de que nos devore el caos, es urgente reinventar la política.
La toma de poder por asalto, en cualquiera de sus variantes, parece estar cada vez más presente en las noticias. Golpes y contragolpes, reales o imaginarios, fácticos o tan solo denunciados, empiezan a tener una puntual frecuencia en el continente. Bolivia es el ejemplo más reciente y, de nuevo, nos ofrece una señal sobre el fracaso de la política en América Latina.
Finalmente, la polarización, que tan rentable fue en algunos momentos, ha terminado por destruir la credibilidad en la política y en los políticos. No importa la ideología o el color de su partido, su sentido del humor o su cursilería. Lo que está en crisis es su sentido mismo, su función. Los ciudadanos hemos comenzado a pensar que la política y los políticos ya no sirven para dirimir nuestras diferencias, para resolver los problemas fundamentales de la vida en común.
Ya la ecuación pavloviana, que ante cualquier suceso reacciona de manera instantánea culpando al “imperio norteamericano” o al “castrocomunismo”, se agotó, no logra dar cuenta de la compleja realidad que vivimos. El esquematismo que pretende explicar todo en términos de izquierda y derecha resulta todavía más frívolo en Bolivia, un país que —precisamente— ha construido gran parte de su propia historia sobre la lucha por reconocer, pronunciar y ejercer su propia heterogeneidad, su enorme diversidad.
Los problemas son más hondos y las narrativas simples comienzan a naufragar. Nuestras historias siguen a veces pareciendo inverosímiles pero, ahora, vamos dejando atrás el realismo mágico y avanzamos firmemente hacia el absurdo trágico. Tenemos presidentes que se autoproclaman, instituciones que se reconocen y se desconocen con sorprendente rapidez, autoridades sin autoridad y poderes simbólicos… Lo único que permanece intacto es la represión. Los ejércitos no se detienen, los asesinatos siempre son más.
Desde la interrupción en el recuento de los votos en las elecciones del 20 de octubre hasta el día de hoy, todo en Bolivia ha ido empeorando, enredándose. Los propios liderazgos, de los distintos sectores, han ido asfixiando la crisis, acabando con la política, simplificando el conflicto a los ámbitos de la emoción o de la violencia.
Evo Morales ha sido errático y contradictorio. Mantuvo un silencio cómplice durante las 24 horas que el sistema electoral suspendió inexplicablemente el proceso de conteo rápido de votos. Basado en un informe de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Morales anunció una nueva convocatoria a elecciones. Pero más tarde acusó de fraude a la OEA y la denunció como parte de una conspiración internacional en su contra. Renunció a la presidencia para que hubiera paz en Bolivia. Pero dos días después, desde México, dijo que iba a regresar a La Paz para “pacificar” al país. En medio de esta marea, sin embargo, ha tenido un éxito importante: logró salir de un agujero, donde estaba condenado a explicar un fraude, y saltar al relato épico donde vuelve a ser un pobre indígena cocalero, víctima de una conspiración blanca y universal. Abandonó la política y se refugió en la telenovela.
Los distintos liderazgos de las diferentes oposiciones bolivianas también han actuado de manera caótica e incoherente. Destaca, por supuesto, Jeanine Áñez Chávez, quien en medio de una situación confusa, termina asumiendo la presidencia como si ella misma hubiera obtenido una victoria histórica en contra de sus adversarios. Renuncia a un papel de mediadora en el conflicto y pretende entonces apropiarse de un protagonismo heroico que no tiene ningún respaldo y que, encima, se sostiene sobre la legitimación de la represión. Por no mencionar a Luis Fernando Camacho, un dirigente con ambición de cristero, que propone arrasar con la pluralidad de la sociedad boliviana gritando: “¡Satanás, fuera de Bolivia!”. Otra vez: el fervor sustituye a la política.
Los excesos narrativos siempre enturbian el cuento. Que Luis Almagro, el secretario general de la OEA, se comporte a veces como un predicador religioso, no implica que los 36 técnicos de la OEA que auditaron el proceso electoral boliviano sean una secta ciega al servicio de los oscuros intereses de Estados Unidos. Así como tampoco que Daniel Ortega y Nicolás Maduro —ambos en el poder después de elecciones igualmente fraudulentas— cuestionen “el golpe” en Bolivia implica que el proceso haya sido transparente y esté apegado a las leyes. Hay que dejar de pensar y de vivir la historia en términos de las Cruzadas. El sábado 16 de noviembre, Juan Guaidó, líder de la oposición venezolana, culminó una manifestación popular convidando a los presentes a marchar hasta la embajada de Bolivia. Como si la confusa situación boliviana pudiera funcionar de alguna manera en el contexto de la exhausta batalla por la democracia en Venezuela. La invitación parecía, más bien, una acción desesperada por encontrar algún milagro para resucitar la esperanza.
Los terribles errores de la dirigencia de la oposición boliviana no mejoran a Evo Morales. Pero tampoco su intención de perpetuarse en el poder, el fraude electoral cometido y la manipulación posterior, mejoran a Áñez ni le dan un permiso para actuar como le dé la gana. Ninguno de los dos son los únicos actores. Ninguno de los dos son la representación exclusiva de modelos políticos y utopías excluyentes. Creer que todo lo que ocurre es consecuencia de una pugna entre la izquierda y la derecha supone pensar desde la narrativa y no desde la realidad.
Las protestas en Chile dicen otra cosa, hablan de una crisis que ha desbordado a los políticos y a sus paradigmas. El caso de Bolivia ahora también desnuda la tentación de explicar cualquier conflicto con la denuncia de una conspiración ideológica internacional. Para no ver y enfrentar lo que sucede, se va más allá, a un lugar distante, donde una fuerza oscura mueve los hilos de lo real. Los políticos se denuncian y se acusan mutuamente, se aferran al supuesto enfrentamiento antagónico entre dos modelos, mientras las poblaciones se enfrentan cada vez más solas a sus tragedias. Hace una semana, una delegada sindical en Venezuela, en una protesta por la salud pública, se vio obligada a aclarar: “No queremos tumbar a nadie, queremos que reabran el hospital”. Los golpeados de siempre ahora deben vivir advirtiendo que ellos no son golpistas.
La polarización se devuelve y juega en contra de sus protagonistas. Si no se desactiva esta dinámica, el horizonte seguirá bamboleándose entre el autoritarismo y las sociedades disfuncionales. La multiplicación de los golpes. Antes de que nos devore el caos, urge recuperar y reinventar a la política.
Lea también: «Latinoamérica: derecha, izquierda y melodrama«, de Alberto Barrera Tyszka