Aquella campaña de la firma francesa, hecha en el siglo XXI y desde el pensamiento del siglo XXI, era un mal presagio
Publicado en: ABC
Por: Karina Sainz Borgo
Cada vez que pienso en Gorbachov viene a mi mente el anagrama de Louis Vuitton. Aquella campaña en la que la marca de lujo contrató al líder de la transición en la Unión Soviética como reclamo se incrustó en mi percepción de la historia como un balazo. Acomodado en la parte trasera de un automóvil que circula frente al muro de Berlín, y junto a una maleta de piel llena de documentos, podía leerse: «¿Se viaja para descubrir el mundo o para cambiarlo?».
Aquel anuncio era el reverso del comercial de Pizza Hut de finales de los ochenta, ese clip que en algún momento llevó al mundo entero a pensar que se podía reformar un mastodonte totalitario y que la economía de mercado bastaba para cicatrizar los huesos rotos del siglo XX. La estampa del reformista del comunismo posando ante la cámara de Anne Leibovitz confirmó que las cosas no iban bien.
Mi generación creció encuadernada entre la caída del muro de Berlín y el derrumbe de las Torres Gemelas. Tuvimos muy cerca los episodios de una década en la que la Inglaterra de Margaret Thatcher declaraba la guerra a la Argentina aún en dictadura militar, Jimmy Carter armaba a los afganos y Gorbachov disolvía las siglas de la URSS, el acrónimo más oscuro que el siglo XX llegó a conocer.
Durante los años noventa, la clase intelectual occidental dio por hecho el fin de la Historia (Fukuyama, ¡socorro!) y asumió que la democracia liberal se esparciría por todo el orbe y duraría para siempre, como si fuese irrompible. Aún con el sonido de los Balcanes, la primera guerra de Irak y las centroamericanas de fondo, el espejismo de un mundo multilateral y democrático duró hasta Anthony Giddens.
Ni la socialdemocracia se renovó, ni la tercera vía sirvió de algo. Por eso aquella campaña de Louis Vuitton, hecha en el siglo XXI y desde el pensamiento del siglo XXI, parecía un mal presagio, una refutación a aquella pizza bienintencionada e ingenua de la perestroika, porque acabó convirtiendo la historia en un artículo de lujo, una reliquia. La muerte de Gorbachov esta semana encierra ese lugar en el que coincide un mundo que se acaba con otro que no termina de aparecer.
En la Rusia de Putin y la Europa de Von der Leyen el legado de Gorbachov no tiene quien lo herede, pero sí huérfanos suficientes para habitar un hospicio del tamaño del siglo XX y en el que caben varias generaciones de ilusos y embaucados. El centro, aquella idea de la moderación, sigue siendo una extravagancia. Las lecciones de la centuria pasada provienen, justamente, del hundimiento de sus ilusiones: ni las democracias liberales serían inmortales ni la razón nos guiaría como un faro en medio de la noche de los tiempos. La muerte de Gorbachov es, por supuesto, uno de los últimos clavos del ataúd del siglo XX y todos sus proyectos.