Publicado en: The Washington Post
Por: Carolina Amoroso
Cualquiera que haya realizado una cobertura sobre lo que pasa en el Darién, esa selva enmarañada en la frontera entre Colombia y Panamá por la que pasan miles de migrantes cada mes, responderá incontables veces la misma pregunta: “¿Por qué lo hacen?”. A veces, la inquietud viene acompañada de un segundo interrogante, con tono reprobatorio: “¿Cómo exponen a sus hijos a eso?”.
En 2021, de acuerdo con datos que me concedió el Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) de Panamá, más de 133,000 personas cruzaron la selva del Darién. En lo que va de 2022, lo hicieron 85,690. El grueso del flujo migratorio hoy proviene de Venezuela. Solo en el mes de julio, más de 22,000 migrantes cruzaron la selva. De ellos, 17,046 fueron de Venezuela.
El Darién se ha convertido en la ruta irregular que toman los miles que se abrazan al último de sus sueños: el remanido pero aún vigente “sueño americano”. Pero, por sobre todas las cosas, el Darién es una tragedia. Un camino inhumano y una suerte de purgatorio por el que muchos caminantes sienten que deben pasar para obtener su redención ante el ahogo de existir sin perspectiva de futuro. Además, como otras de las grandes tragedias de América Latina, la verdad sobre el Darién es también un secreto a voces.
En la travesía infernal, los migrantes deben contar con cientos de dólares (hasta 400 cada uno, dependiendo de la ruta). En principio, para tomar las lanchas que los llevan a los puntos desde los que se internarán en las trochas y luego, para pagarles a los guías. Si les queda algo, podrán comprar los implementos del “kit de selva” (carpa, machete, creolina para espantar culebras y bidones de agua). Luego, tendrán que afrontar los incontables traslados rumbo al Norte, atravesando toda Centroamérica, una vez que logren salir.
Lo que sucede en el camino, en muchos casos, es irreparable. Accidentes, enfermedades, vejaciones y hasta muertes. Así lo consignaba meses atrás la organización Médicos Sin Fronteras (MSF), que explicó en un informe que cruzar el Darién “implica, ante todo, realizar una travesía en la que se arriesga la propia vida, ya que los peligros son múltiples”. La organización apunta a que la presencia de grupos delincuenciales es otro gran riesgo en la zona. Durante el mes de mayo, informa MSF, sus profesionales atendieron a 100 personas que habían sido víctimas de violencia sexual.
Durante los días que trabajé en esta zona, en junio pasado, conocí a un migrante haitiano que llegaba desde Brasil junto a su mujer y su hijo de apenas 17 meses. “¿No tenés miedo?”, le pregunté durante nuestra conversación. “¿Miedo? Sí, porque las vidas de los pobres son así”, contestó, mientras esperaba la lancha que los llevaría de Necoclí a Capurganá.
En la resignación del joven hombre había una última esperanza y una verdad incómoda. Más allá de los actores de poder, la interpelación nos cabe a todos. Estas personas huyen de la pobreza y, en muchos casos, de la falta de libertad. Pero otros huyen también de la discriminación que sufren en otros países a los que migraron tiempo atrás. ¿Acaso estamos en una suerte de amnesia u omisión histórica deliberada en América latina? ¿Nos hemos olvidado que nuestras naciones están hechas en gran medida de los sueños de millones de desterrados? ¿Acaso ignoramos que hace muy poco huíamos de algunos de los mismos males de los que hoy se escapan, por ejemplo, los venezolanos? ¿Acaso decidimos borrar de la historia reciente que ese mismo país del que salen fue refugio de nuestros exilios?
El Darién es nuestro Mediterráneo. El lugar en el que recalan las almas sin lugar. Su huída es responsabilidad, en la mayoría de los casos, de la crueldad de gobiernos autócratas, artífices de la expulsión. Ellos los arrojan a ese abismo y a las garras del crimen organizado. Hay que decirlo: el Darién es también un negocio descomunal para grupos que controlan de hecho esa región.
Pero les cabe sin dudas un reclamo a las autoridades de otros países, incapaces de ver que en esencia se trata de una crisis de derechos humanos. Frente a las tensiones que se generan a partir de la migración, la respuesta ha sido, en algunos casos, imponer visas. ¿El resultado? La migración continúa porque sus causas continúan. La disyuntiva ya no parece estar entre frenar o no una ola migratoria sino entre arrojar a más o menos personas a las rutas irregulares.
Mal que nos pese, también nos toca una parte al resto, a los que podemos generar conciencia y demandar respuestas. Los muertos y desaparecidos de esta travesía, los caminantes de una ruta que puede dejar traumas imborrables, son aquellos por los que nuestra región no se indigna ni marcha. Son los hijos de los engaños y las estafas, sin ventanillas para reclamar. Sin rostros en las noticias. Son, en definitiva, un espejo insoportable de la indiferencia. Las víctimas olvidadas de todos nuestros silencios.
Llevo los últimos cinco años escribiendo historias de desterrados —los llamo así porque entiendo que solo esa palabra cuenta el drama sin eufemismos—. Mi país, Argentina, es hogar para más de 170,000 venezolanos del éxodo que suma más de seis millones de personas. Mucho de lo que he aprendido en estos años sobre la reconstrucción, como experiencia humana fundacional, lo aprendí de esa misma comunidad. La que me enseñó que empezar de nuevo es también una decisión de vida y un bálsamo para una herida que nunca cicatriza.
Quizás sea hora de preguntarnos: “¿Qué pasa en ese infierno del que huyen?” o “¿Qué no estamos haciendo en otros países receptores de la región para que, luego del derrotero de una migración forzada, alguien decida emprender otra, creyendo que solo le queda internarse en una jungla (en muchos casos, con sus hijos pequeños) para volver a peregrinar hacia un destino incierto?”.