Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Quienes tenemos más de 60 años recordamos las épocas en que se hablaba de explosión demográfica (también se habló de “enfriamiento global”, je je). Pues bien, ahora ha empezado a abundar la frase contraria: implosión demográfica. ¿Qué demonios está pasando?
En el siglo XX la población del planeta casi se cuadruplicó. Incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Mundo crecía a tasas espeluznantes. No obstante, la fertilidad se fue secando, primero en América Latina, después en los países musulmanes, en China –debido a la política de un solo hijo, que de seguro lamentan– y en la India, de suerte que hoy el África subsahariana es el único continente en el que todavía aplica la frase “explosión demográfica”. Obviamente que si África es la única que produce excedentes humanos y es el continente más pobre, desde allí se multiplicará la emigración, tornando más negros a los países a los que llegue. Hoy el racismo abunda, pero ¿en 20, 30 o 40 años las naciones desesperadas no invitarán africanos jóvenes casi a la fuerza y no les darán una gran bienvenida? Vivir para ver.
Si uno dice que habrá que aumentar la edad de jubilación, se oye un crujir los dientes. Pues adivinen, para evitar que colapse la economía vendrán leyes que la aumenten de forma automática, digamos, un año más por cada cinco que pasen, quizá reduciendo o moderando en paralelo la jornada de trabajo. ¿Qué harán los viejos en 2100? Fácil, trabajar hasta los 75 años o por ahí. No hay otra manera de evitar que la longevidad y la menor fertilidad se confabulen para acabar con la productividad laboral.
La educación, en especial la de las mujeres, y la urbanización son las variables cruciales en este dilema. ¿Por qué? Porque está establecido más allá de toda duda que ambos fenómenos son potentes anticonceptivos. A medida que se educan y se mudan a las ciudades, las mujeres pasan de tener tres hijos o más, a dos, a uno y en muchos casos a ninguno. Con frecuencia los postergan, con la consecuencia inevitable de que buena parte de los hijos que no se encarguen hoy no se podrán encargar mañana.
Una conclusión vieja y fácil: los demógrafos no son profetas y las proyecciones podrían descacharse en 1.000 o 2.000 millones de personas si la referencia es el año 2100. Eso, como se decía en otra época, es el pelo del reloj, pues gestionar un planeta de 11.500 millones de habitantes es una cosa; gestionar otro de 9.500, otra. Listo, señor columnista, ¿cuál es su cifra? Algo me dice que estará más cerca de la segunda que de la primera, pero yo tampoco tengo ni idea.
En todo caso, por pura continuidad estadística se predice que varias decenas de países podrían llegar a 2100 con la mitad o menos de la población actual. Eso implica guarderías cerradas, pueblos vacíos, falta de estudiantes en las universidades, construcciones demolidas. No hay que ser profetas para predecir, digamos, que para Corea del Sur y Japón la vida de niños y jóvenes valdrá mucho más que la de los viejos.
Una cosa es segura, la pandemia de COVID-19 y las conmociones sociales combinadas van a tener un considerable efecto depresivo –¿durante un año, dos, tres?– pues ahora luce mucho menos atractivo el mundo al que las mujeres traerían los hijos que no van a tener. Todavía hay ideologías y regímenes que mandan con alegría a los jóvenes a torear la muerte. Sospecho que eso también amainará mucho en el futuro.
Lea también: «¿No hay salida?«, de Andrés Hoyos