Publicado en: El País
Por: Jorge Morla
El venezolano, de 80 años y uno de los grandes narradores de su país, visita España y charla con EL PAÍS de su vida y literatura
La cafetería de la madrileña Residencia de Estudiantes es moderna, subterránea, de madera blanca, con un enorme espejo al fondo que duplica la estancia. “Parece un cuadro de Hopper”, comenta José Balza, venezolano de 80 años y uno de los grandes narradores de su país. Estos días ha pasado por el Festival Hispanoamericano de Escritores, y esta semana depositará su legado en la famosa Caja de las Letras en el Instituto Cervantes. Antes de viajar a Salamanca, charla con EL PAÍS de su vida y la literatura.
El viaje
“Nací en las selvas del Orinoco. La aldea donde crecí ahora es mayor, pero entonces, en los cuarenta, eran cuatro o cinco casas aisladas del mundo por el bosque y el inmenso río. Era una zona completamente encerrada, y yo de pequeño quería ser la profesión con más prestigio en la zona: radiotelegrafista. Luego, un día, un avión se estrelló en la selva, porque se quedó sin combustible. Inmediatamente quise ser piloto. Sin embargo, la realidad era tozuda y se imponía: obviamente lo que yo era un buen nadador, porque si no el río te llevaba.
Milagrosamente, dos o tres familias de la zona tenían libros. Empecé a leer de pequeñito, y también escribía. Imitaba lo que leía. Ahora creo que escribí para no convertirme en un árbol más. Para poder hablar y decir. ¿Que qué libros leía entonces? Recuerdo la historia de una chica que era la hija de las tormentas, pero no recuerdo el autor. Luego había un libro erótico: El caballero audaz, impreso en España. Luego vino Julio Verne y su De la Tierra a la Luna. Sigo fascinado con el espacio. Y a con 12 o 13 años leí un libro con título engañoso, provocador y desafiante: Una teoría sexual, de Sigmund Freud. Leí, claro, buscando otra cosa. Y no lo entendí ni entonces ni ahora.
A los seis, siete años, casi me ahogo. Me salvaron en el último minuto, de milagro. Fue algo maravilloso y terrible: desde entonces sé que la muerte no importa. Estoy preparado para morir. Todo es luminoso. No conozco eso que llaman infelicidad. Solo el equilibro, la salud.
Nada me deja sin dormir, pero tengo un sueño recurrente: estoy en una ciudad extraña, perdido entre sus calles. Es, sin duda, una reminiscencia de ese laberinto infinito de ríos que es el delta del Orinoco.
Allí, al Orinoco, voy cíclicamente. También a Caracas. Son los dos puntos que me inspiran. También Nueva York. También Madrid. Y ahora, también diría la isla de La Palma, lo que llaman Los Llanos de Aridane, una ciudad pequeña, como flotante en el espacio. Es ya la segunda vez que voy al Festival Hispanoamericano de Escritores. Creo que me invitaron por error, pero en cuanto me llegó la invitación, accedí al instante. Lo que pasa allí es algo extraordinario, algo magnético que atrae a las demás islas y a gente de todo el mundo, es un festival que parece sumamente casual, pero hay una estructura hondamente pensada que se coloca sobre la isla. La Palma tiene observatorios importantes del espacio, y el festival se parece a ellos: rodea a la isla de pensamiento, inteligencia, creación. Allí se juntan todos los fenotipos de escritores: los que atraen a la gente porque tienen gracia y salero; los aburridos; los silenciosos y torpes, entre los que me incluyo.
Allí hablamos de literatura, que es una plenitud flexible que atraviesa siglos y milenios. Puede brillar mucho o estar más discreta, y la literatura latinoamericana no excluye eso. La gente habla siempre del boom. Eso está muy bien. Sin embargo, el boom no es la literatura latinoamericana: antes hubo extraordinarios autores y hoy también hay autores extraordinarios, que escriben sin que se note. El boom fue un fenómeno felizmente económico, político y editorial, pero ese fenómeno sigue produciéndose, aunque no se vea».
Su obra
«Sí es cierto que se publica demasiada literatura banal, estúpida, tonta. Pero aunque pueda parecer una enfermedad de la literatura, eso siempre fue, y siempre será. Hablo de literatura que lees en un momento y que se olvida. Pero está bien, la gente aprende a leer. Es una suerte que haya escritores que venden mucho, al fin y al cabo son más pedagógicos que los verdaderos grandes artistas, porque hablan de cosas visibles, cotidianas. Los verdaderos grandes artistas hablan de lo que no se ve, y eso no es fácil.
He escrito, sí, novela, relato, ensayo, he dado clase… creo que una cosa circula a la otra. Yo doy clase cuando he descubierto algo importante para mí: leyendo a teóricos, pensadores… A veces he dado una clase y luego quiero escribir sobre ello, y a veces he sentido que comparado con el ensayo que me ha salido, la clase era más intensa, y el ensayo más insípido. Otras veces pasa lo contrario.
Una cosa circula a la otra, ya digo. Sé exactamente lo que debe ser un ensayo, qué hacer para que las ideas sean claras, los párrafos y la prosa no distraigan al lector de la idea central. Y sin embargo, muchos ensayos yo creo que son como relatos. Y a la inversa. Esto lo practico así, por eso llamo a toda mi obra Ejercicios: algo en perpetuo entrenamiento y cambio.
Cuando recibí la invitación del poeta Montero [Luis García Montero, director del Instituto Cervantes] para entregar mi legado me sorprendió mucho. No me imaginaba que unas cajas de dinero, de joyas, iban a ser convertidas, cervantinamente, en una caja mágica para que los escritores dejen algo. Sobre el legado que dejo, es secreto y se abrirá dentro de 40 años. Solo te puede decir que no tiene nada que ver conmigo».
Herida venezolana
«Si nos fijamos en Venezuela, allí la literatura y todo el país está en situación de enfermedad grave. No entiendo por qué demonios esta gente, desde Chávez hasta hoy, se empeñaron en destruir el país. No hay que pensar en ideología comunista ni capitalista, simplemente hay que pensar en perversión humana, en dañar a los demás, y los más destruidos, claro, son los pobres. Yo calculo que en estos 20 años serán más de siete millones los venezolanos que se han ido. Y no por placer. ¿Qué significa un socialismo para llevar a la población a eso? Y la literatura no escapa a esa situación. ¿Qué valor tiene hoy publicar libros sobre el Che, Castro, Chávez, los libros de Marta Harnecker, Las venas abiertas de América Latina? Son libros que perdieron su actualidad; el dolor por la humanidad doliente es la que sufre hoy Venezuela, no aquella de la que hablaba esta gente. Lo triste, lo peor, es que hay muchos poetas, algunos amigos que yo quise mucho, que están ahí, al mando de la revolución, destrozándonos. Espero que la historia les reclame. Hay pequeñas editoriales heroicas, y felizmente ha aparecido Internet, donde se cuelan cosas valiosas, como la página prodavinci, trópico absoluto… es por allí que fluye el mundo.
Hoy, después de tantos años, lo que más me gusta es aprender palabras. Palabras nuevas, o quizá ver la etimología de una palabra en la que yo nunca había pensado. Es como si descubrieras sentidos nuevos de tu propia existencia».