Publicado en: El Mundo
Por: Armando Chaguaceda
Al pueblo venezolano, polacos del Caribe
Asistimos al fin de una era: la de cuatro décadas de consenso democrático latinoamericano. Como todo giro de la Historia, no ocurrió en una sola jornada ni por una sola causa. En la mayoría de la región, la democracia resiste el desgaste de las promesas incumplidas, elites corruptas y ciudadanos desencantados. Al sobrevivir, pese a todo, posibilita cuestionar la demagogia, castigar al poderoso y movilizar al desafecto. Sin embargo, algo cambió en el continente. Y no queremos, siquiera, reconocerlo. Para no aceptar el fracaso político de varias generaciones. Porque nos interpela sobre lo que estamos dispuestos a hacer, a arriesgar, para evitar el triunfo de quienes nos niegan la libertad y la vida.
Ha ocurrido una regresión cultural dentro de un amplio segmento de las elites políticas e intelectuales de la región. Las transiciones nos hicieron creer que aquellas, cansadas de matarse durante décadas en defensa de oligarquías reaccionarias y utopías revolucionarias, habían convergido en el abrazo al proyecto democrático liberal. Eso, si alguna vez fue cierto, se acabó. Cada vez más extremistas, de cualquier ideología, acceden a altavoces y gobiernos. De modo velado y sofisticado en una izquierda iliberal, descarnadamente en cierta derecha libertaria. La civilidad, el consenso y el Estado de Derecho se desdeñan como síntoma de impotencia
Se ha agotado el modelo, explicativo y programático, de la transitología. La violencia armada -por ahora en la forma de terror estatal- regresa fuerte a la gran política. En las elites autoritarias mandan los duros, desinteresados en negociar con sus oponentes el abandono del poder. El catálogo de las grandes potencias democráticas -Estados Unidos, Europa- se reduce hoy a interminables e inútiles condenas verbales y muy limitadas sanciones económicas. Los activistas han renunciado, por vocación propia o falta de recursos y aliados afines, a todo lo que no sea la movilización desarmada, la incidencia oenegenera y la denuncia mediática. Por eso los matan, apresan, torturan y exilian, en caudal imparable.
Geopolíticamente se ha consolidado un ecosistema autoritario, con tres autocracias plenas -Cuba, Nicaragua y Venezuela- acompañadas de cerca por varios aprendices populistas, de Centroamérica al Cono Sur. A diferencia del siglo pasado, cuando imperaban dictaduras de Seguridad Nacional al servicio de oligarquías locales y sus aliados imperialistas, ahora se trata de dictaduras de izquierda dirigidas por burguesías de Estado. Ninguno de esos regímenes rechaza al capitalismo, más allá de su propaganda oficial. Pero todos niegan la democracia, salvo como medio para llegar al poder político.
No es honesto seguir insistiendo, como hace parte de la academia progresista, en que «no son auténticamente de izquierda»: sus orígenes, alianzas, dogmas y liderazgos pertenecen a dicho campo. Los cobija el Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla, no la Conferencia Política de Acción Conservadora ni el Foro de Madrid. A diferencia de los populismos de derecha, gozan de amplia ventaja dentro del ámbito intelectual y activista occidental, que les sirve como mampara para demorar las reacciones a sus derivas autoritarias.
Sus alianzas globales son ideológicamente flexibles pero convergentemente iliberales. Incluyen el leninismo de mercado chino, el imperialismo mesiánico ruso, el fundamentalismo islámico junto a movimientos radicales instalados en el corazón mismo de Occidente. Unidos en el odio a la sociedad abierta y diversa que elige autogobernarse por un orden republicano y pluralista.
Frente al diagnóstico de ese parteaguas, asoma una pregunta: ¿qué hacer? Europa misma, aún después de dos años de amenaza existencial en la doble forma de guerra en las fronteras y subversión populista, no consigue una respuesta cabal, sostenible y articulada. Sin embargo, allí se ha reconocido el fin del viejo consenso de la posguerra, similar en criterios -aunque no en grados de realización- al de sus pares latinoamericanos. La necesidad de responder con prontitud, dureza y eficacia -en su mismo terreno y lógica- a los enemigos domésticos y competidores geopolíticos de la democracia se comprende desde el Támesis al Elba. Vale la pena sugerir lo mismo para este lado del Atlántico.
Hay que revitalizar esquemas regionales de alerta temprana y solidaridad democráticas. El sistema interamericano, pese a todas sus deficiencias de diseño o funcionamiento, es lo único a la mano. Las formas «alternativas» solo son alianzas antitéticas de soporte autoritario -la Alianza Bolivariana- o competencias inorgánicas -Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC)- donde los populistas se disfrazan de multilaterales y nuestroamericanos para neutralizar a los demócratas. Esas alertas y solidaridades tienen que ponerse en juego en todos los casos de erosión democrática, en especial aquellos impulsados por las elites en poder estatal. Con independencia de su signo ideológico, por diestra o siniestra. Si la Organización de Estados Americanos (OEA) es celebrada al denunciar los intentos de golpe en Bolivia o fraude en Guatemala, lo mismo vale para las represiones de los regímenes revolucionarios.
Los gobiernos democráticos latinoamericanos deben construir un cordón sanitario contra las nuevas dictaduras, enfrentar sus intentos de consolidación, cooperación y subversión regionales. El léxico y estilo de la actual diplomacia es inservible o cómplice frente a esos modus operandi autoritarios. La ruptura de relaciones diplomáticas con las dictaduras, practicada en el pasado contra Pinochet, Videla o Somoza, tiene que ser recuperada frente a los regímenes bolivarianos. La ayuda de amplio espectro -desde el reconocimiento al apoyo material- a las resistencias nacidas de las antiguas oposiciones democráticas orilladas al exilio o el clandestinaje debe mirarse en las experiencias de México o de la Venezuela de los años 70. In extremis, es necesaria la disposición clara de los Estados a emplear todos los recursos de inteligencia y defensa a su alcance frente a las acciones de desestabilización regional -promoción de éxodos migratorios y crimen organizado- generadas por las dictaduras.
En correspondencia, Estados Unidos y Europa deben resetear sus programas excesivamente enfocados en la cooperación e inversión para considerar a la región como un terreno en la lucha global contra la difusión autocrática. Para ello, los tecnócratas y funcionarios de Washington y Bruselas deberían ser capaces de distinguir entre el necesario respeto por la soberanía de sus aliados del Sur Global y la culpa (post)imperial paralizante que les impide reaccionar, pronto y bien, a las jugadas de las autocracias globales y sus émulos americanos.
Nada es esto será posible si las ciudadanías, los liderazgos y los intelectuales democráticos latinoamericanos seguimos pensando con los códigos esperanzadores de la posguerra fría. Es claro que lo que sobreviene no puede ser leído con los lentes del siglo pasado, cuyos ismos y cracias han mutado. Pero la violencia estatal ha regresado. La paz civil es amenazada por adversarios devenidos enemigos. Y la justeza de nuestras nobles ideas no basta para convencer al otro de su decisión de avasallarnos.
Urge una Legión del Caribe 3.0, armada para la solidaridad democrática transideológica. Porque una consolidación del fraude y la represión del régimen venezolano significaría, a nivel regional, la consagración de la deriva autoritaria que viene clausurando las cuatro décadas de cambio democrático. Como Weber en los albores de la república de Weimar, no veo una alborada del estío. De nuestra resistencia, creatividad y valor depende que la dureza y oscuridad de la noche polar no se extiendan, inexorables, entre nosotros.