Publicado en: Frontera Viva
Por: Tulio Hernández
Que en América Latina se haya, vamos a llamarlo así, “naturalizado” la existencia de tres gobiernos de facto, violadores de los derechos humanos, negadores de la alternancia democrática y perseguidores de sus adversarios políticos es algo que trae malas noticias sobre la salud de la democracia en la región. Hablo, por supuesto, del comunismo cubano, el sandinismo orteguista en Nicaragua y el militarismo chavista venezolano.
Que con el paso del tiempo, iniciativas como el Grupo de Lima, que trataban de hacer presión internacional para aislar a estos gobiernos no democráticos, hayan ido desapareciendo paulatinamente y cada vez más gobiernos, incluyendo partidos de derechas como el Colorado en Paraguay, se presten a reconocer gobiernos ilegítimos y espurios, es un dato triste de la realidad que viene a confirmar las advertencias de analistas internacionales sobre el retroceso democrático en el mundo.
Pero más deplorable aún resulta que líderes de la región, como Lula Da Silva, en otros tiempos baluarte en la defensa de los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos, se presten abiertamente a intentar lavarle la cara a regímenes como el venezolano. Es algo que podemos evaluar como la entrada en un momento de degradación ética y retroceso moral de América Latina, en el que los valores democráticos y respeto de los derechos fundamentales están quedando relegados a un muy segundo lugar.
En los últimos días del mes de mayo, en una cumbre de presidentes suramericanos, convocada por él mismo, Lula Da Silva dejó clara su nueva vocación de alcahueta trasnacional con una frase que de inmediato se hizo noticia internacional. Como un padre que le habla a su hijo, Da Silva le dijo a Maduro algo así como “ustedes saben que contra Venezuela se ha construido una narrativa sobre el autoritarismo y la antidemocracia”. Y luego, a la usanza de un asesor de imagen, agregó: “Ustedes tienen que deconstruir esa narrativa”.
La frase, que ya quedará para la historia, con la que el presidente brasileño se decidió a negar que en Venezuela se violan los derechos humanos y se impide el libre juego democrático, es de por sí una vergüenza. Afirmar que nada pasa en Venezuela, que solo es una ficción, una narrativa creada para hacerle daño a su gobierno, es algo similar a negar la existencia del holocausto, o afirmar que en Suráfrica nunca existió apartheid, en la Argentina de los años 1970 y 1980 no hubo desaparecidos o sostener que en la Nicaragua del presente a ningún opositor a Ortega se le ha expulsado del país ni se le ha quitado la nacionalidad.
En su esfuerzo por actuar como lavandero de imágenes dañadas de sus colegas de izquierda, y por ponerse al servicio de China y Rusia, Lula se comporta de una manera vergonzante. Primero, porque oficia de mentiroso impúdico. Obviamente, él sabe bien que lo ocurrido en Venezuela está suficientemente documentado y probado, no solo por organizaciones de defensa de los derechos humanos venezolanos, sino por todo tipo de organismos internacionales de alta credibilidad, incluyendo las Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional, que han detallado las torturas contra opositores, detenciones ilegales, ultrajes sexuales y desapariciones como moneda de curso común en Venezuela.
En segundo lugar, porque actúa como un juez que libera a conciencia a unos delincuentes convictos y confesos, solo por simpatías, dinero o solidaridad ideológica. Y, hay que decirlo, un juez que así actúa incurre también en un delito, abandona la ley y la verdad convirtiéndose él mismo en otro delincuente más.
Y, en tercer lugar, porque –no sé si tenga conciencia– estas posturas contribuyen al deterioro moral de un tipo de izquierda, que aun manteniendo dentro de sus países un mínimo de respeto por los principios democráticos, en el escenario geopolítico internacional actúa como celestina de gobiernos de facto, de violadores de los derechos fundamentales. Y, lo más dañino, solo para responder a un juego de intereses internacionales como oficiante de una doble moral que contribuye aún más a la emocionalización de la política del presente, a la supresión de las ideologías sustituidas por la rabia o por el miedo.
Al final del siglo XX surgió una izquierda democrática –lo que se llamó en España e Italia el eurocomunismo, el MAS en Venezuela, el Frente Amplio en Uruguay, los socialistas chilenos– que se distanciaba por igual del totalitarismo comunista y de las dictaduras militares. Recuerdo que Santiago Carrillo, el legendario Secretario del Partido Comunista Español, acuñó la frase: “Dictadura, ni la del proletariado”.
Hoy esa frontera se ha desdibujado con la izquierda que por ahora llamaremos celestina. Esa que mantiene en sus países las reglas democráticas, pero ejerce el apoyo incondicional a los autoritarismos de izquierda que ocurren en otros países. López Obrador recibe como un héroe a Díaz-Canel, el gran represor de Cuba. Gustavo Petro condena los crímenes de lesa humanidad de Ortega, pero guarda silencio cómplice con los de Maduro. El PSOE conserva la línea democrática, pero se alía con Podemos, una franquicia de apoyo incondicional a la carnicería chavista. Lula se declara aparentemente neutral, pero obviamente apoya la invasión de Rusia a Ucrania. Los límites entre lo correcto y lo incorrecto, lo delictivo y lo probo, lo permitido y lo ilícito, se desdibujan.
En un artículo reciente, “De la decepción al miedo” (El País, 15.06.23), el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez nos contaba la manera como el periodista inglés Michael Reid, que lleva más de cuarenta años escribiendo sobre América Latina, sostiene que el actual es el momento más complicado de la región desde que él empezó a ocuparse de estos temas. Se refería, el novelista colombiano, “al avance sin remedio de los autoritarismos, que nos ha puesto frente a la realidad incómoda de tres dictaduras y otros regímenes que, sin ser dictaduras todavía, sin duda aspiran a serlo (…) y de los populismos de nuevo cuño, que no solo son preocupantes en sí mismos, por el deterioro que les causan a nuestras democracias, sino que lo son también por ser el síntoma de un desarreglo más profundo de nuestras sociedades”.
Cuando el río suena hay que prestarle atención.