Publicado en El País
Por: Ibsen Martínez
Raúl Moros Girón (Belén de la Sierra, 1937 – Caracas, 2013) fue un prodigio de opulencia informativa; quizá el único polímata que he conocido personalmente.
El Diccionario de la Real Academia acepta la voz “polímata” como “persona con grandes conocimientos en diversas materias científicas o humanísticas”. Susan Sontag afinó famosamente la definición: “Un polímata es alguien interesado en todo y en nada más”. Moros Girón dejó cinco sorprendentes libros que atestiguan su condición polímata.
De ellos, La máquina desolladora de reses del general Páez es quizá el que mejor concilia sus muchos intereses (invenciones de problemática aplicación industrial, héroes olvidados, raras memorias de viaje) y también el mejor escrito.
El sentimiento dominante en su visión del pasado fue la simpatía por dioses menores del culto a los héroes, hombres como el general José Antonio Páez.
La máquina desolladora… es la crónica de una empresa comercial acometida en su vejez por el general José Antonio Páez, prócer independentista y varias veces presidente de Venezuela, durante su último exilio en Nueva York, donde hacia 1868 vivía en permanente alarma financiera.
El más longevo de los jefes guerreros independentistas suramericanos murió en Nueva York, en 1873, durante la presidencia de Ulysses S. Grant, pero no sin intentar una última carga contra la pobreza que lo trituraba. Tenía, al morir, 83 años.
Cinco años atrás, el señor Horace Lewis, inventor, había ofrecido a Páez la representación para toda Suramérica de un artefacto de su invención: una máquina movida a vapor que podía desollar hasta 1.000 reses bovinas en una hora, ¡a razón de una cada 16 segundos! He visto los papeles de Lewis: lucen no solo de una simplicidad de diseño sumamente persuasiva e invitadora, sino que sus dibujos dejan también ver a un consumado artista. Una vez ensamblada, la desolladora semejaba un cruce de taladro de percusión con guillotina.
El señor Lewis esperaba que, habiendo sido Páez presidente de una nación suramericana que exportaba cueros de res y acaso el mayor terrateniente ganadero de Venezuela, la desolladora de vapor pudiese atraer su atención. Lewis esperaba así promover la venta del prototipo en aquellos países suramericanos con cuyos gobernantes Páez tenía estrecha amistad.
La señora Warner, estadounidense y secretaria privada de Páez, recoge en su diario que este anunció a sus amistades la decisión de emprender un viaje de negocios a la muy agropecuaria Argentina durante una cena ofrecida en su honor por el señor Sergio Sanfeliz Lugo, propietario de La Asturiana, una casa de comidas de la calle 89 Este.
En junio de 1868, el general, la señora Warner y el perro Pinken desembarcaron en Buenos Aires y se alojaron en la pensión que una viuda inglesa, la señora Bird, regentaba en la calle del Temple, 625, entre Florida y Maipú.
El contrato firmado con Lewis exigía a Páez registrar en Buenos Aires, a nombre del gringo, la patente de la desolladora. El precio de cada desolladora era de 74 dólares, de los cuales a Páez tocarían siete dólares con cincuenta centavos. Para tener una utilidad de, digamos, 1.000 dólares, Páez tendría que colocar no menos de 133 desolladoras.
¡Ciento treinta y tres desolladoras! ¿Cuánto tiempo tomaría colocarlas todas a aquel comisionista cercano ya a los 80 años? Si llegasen, hipotéticamente, a funcionar todas al mismo tiempo, la productividad rondaría los tres cuartos de millón de reses desolladas por jornada. ¿Habría en la Argentina de entonces tantas reses y tantos estancieros interesados en mecanizar sus faenas? Para Páez, muy anciano ya, sin dinero ni contactos en la Argentina, ¿dónde podía estar el negocio? ¿Por dónde empezar?
(Continuará).