Publicado en: Frontera Viva
Por: Tulio Hernández
En la actual coyuntura latinoamericana, la izquierda –en sus diversas variantes–, experimenta de nuevo un ciclo de notoria devaluación. Asumiendo, claro está, que la vieja distinción entre izquierda y derecha es cada vez más insuficiente para explicar las nuevas cartografías políticas internacionales, pero hasta hoy ninguna otra la sustituye con éxito.
Las señales son numerosas. Salvo en Cuba, Venezuela y Nicaragua –donde dominan regímenes de izquierda autoritaria, sin alternancia ni elecciones libres, altamente militarizados y represivos, sustentados en modelos no democráticos–, en las demás naciones, para decirlo en términos gráficos, la última década ha estado marcada por una suerte de montaña rusa por la que suben y bajan, alternativamente, gobiernos de derecha e izquierda.
En este momento la caída libre afecta mayormente a la izquierda. Hay señales, no necesariamente electorales, que debemos leer. Por ejemplo, es muy llamativo que el personaje mayor en la recientemente realizada Feria Internacional del Libro de Bogotá –una de las tres más importantes de América Latina– haya sido el argentino Agustín Laje, una especie de filósofo derechista pop, un auténtico rock star, autor de un best seller titulado La generación idiota.
Que sus centenares de seguidores empezaran a hacer filas a las cinco de la mañana para un encuentro que ocurriría a la diez, fue la evidencia de que existen intelectuales de derecha con un nuevo glamour y carisma que pueden competir exitosamente, en un medio de lectores, con predominio universitario, generalmente dominado por los autores “progre” en un país donde en el presente existe un gobierno de izquierda.
Pocos días después de concluido el paso arrollador por Bogotá de Agustín Laje, en Chile la derecha se anotaba un triunfo aplastante en las elecciones para elegir a los delegados que redactarán una nueva Constitución, una vez que la propuesta anterior, redactada por una mayoría de izquierda fuera rechazada. Por la noche del domingo 7 de mayo las cifras eran incontestables. La derecha se quedaba con el 62 por ciento de los votos, asegurándose así que la nueva carta magna será hecha a su medida y, seguramente, conserve en lo esencial el modelo económico de mercado que ha dominado en Chile por las últimas décadas.
Estos resultados de alguna manera le dicen adiós al entusiasmo colectivo de años atrás por transformar radicalmente la Constitución heredada de los tiempos de Pinochet. Adiós también, por los momentos, al ascenso de una nueva clase política que parecía llamada a sustituir a las viejas dirigencias tradicionales que hicieron la transición a la democracia. Y ratifican la caída en picada de las simpatías por el presidente Boric, quizás el más joven del continente. Un presidente, hay que valorarlo, con temple democrático, integral defensor de los derechos humanos, por tanto, crítico de Maduro, Ortega y Díaz Canel.
Algo similar se prevé ocurra en la Argentina en las próximas elecciones presidenciales. El rechazo creciente al presidente Fernández, con solo 14 por ciento de aceptación, el más bajo índice de las últimas décadas, hace prever el triunfo de la centroderecha, encarnada por Héctor Rodríguez Larreta, alcalde de Buenos Aires. Aunque suena también un outsider radical, Javier Milley, a quien algunos asocian con Bolsonaro y Bukele, y bien podría ser la opción desesperada de última hora.
Aunque no se trata del mismo tipo de derrota. La salida por la puerta de atrás, directo a la cárcel, del presidente Pedro Castillo en el Perú representó otro revés más para la izquierda de la región. En este caso, porque Castillo –quien intentó cerrar el Congreso violando la Constitución– encarnaba un proyecto asociado a la izquierda filial de Cuba y Venezuela, o a actores incómodos para la democracia como los restos de Sendero Luminoso y los poderosos de la minería ilegal.
No debemos dejar por fuera las recientes elecciones de Paraguay del pasado 30 de abril, donde el entusiasmo por el posible crecimiento de la opción de centroizquierda encarnada por Efraín Alegre, recibió un baño de agua fría con el triunfo de Santiago Peña, que asegura la larga continuidad en el poder de la centroderecha, conocida como Partido Colorado.
No ha pasado siquiera un año del gobierno de Gustavo Petro en Colombia y su caída de popularidad ya ha sido registrada en un promedio de 20 por ciento. El país entero está removido por la entrada en la escena pública de las “guardia indígenas y cimarronas” que algunos entienden como un proceso de milicianización promovido desde el gobierno a la manera de los colectivos chavistas o las turbas de choque de Ortega.
Como respuesta, la semana pasada se produjo una multitudinaria manifestación de miembros de la reserva militar que llenó por completo la plaza de Bolívar produciendo gran inquietud. Algunos, como el propio presidente de la República, lo han interpretado como una amenaza de golpe militar. Otros, como una respuesta viva a la presión que se ejerce sobre la institución militar al sujetarla de manos para proteger a las nuevas milicias.
En suma, a estos percances electorales hay que añadirle que la izquierda boliviana ya no tiene el brillo transformador de los primeros años; Nicaragua y Venezuela, son naciones dirigidas por tiranos Frankenstein, cuyo desprestigio internacional no puede ser mayor; los movimientos guerrilleros, en otros tiempos creadores de ilusiones, prácticamente solo sobreviven en Colombia, contaminados por el narcotráfico y la extracción ilegal de minerales, jugando al sí y al no con los proyectos de pacificación.
AMLO y Lula son excepciones. Gobernantes de países donde la institucionalidad democrática siguen con vida, aún mantienen en medio de grandes cuestionamientos y protestas masivas en su contra niveles promedio de popularidad y soportes de gobernabilidad. El de Lula, por reciente, aún es un enigma de hacia dónde se desplazará.
En conclusión, con identidades políticas altamente volátiles –Brasil ha pasado en diez años de un militarista de derecha a un socialista de izquierda, Chile en tres años de apoyar masivamente revueltas violentas callejeras a buscar la serenidad beatifica del conservadurismo–; con sistemas presidencialistas cada vez más inestables –Perú ha tenido en seis años seis presidentes, Ecuador está a punto de deshacerse del suyo–; en un escenario regional donde derechas e izquierdas fracasan por igual en la tarea impostergable de salvar el escollo de la pobreza y las desigualdades sociales; donde la política se halla cada vez más penetrada por los tentáculos del crimen organizado; y donde hasta el otrora triunfante populismo se le ven las costuras de su incapacidad para cumplir las atractivas promesas con las que entusiasman a los sectores populares; en la región no terminan de cristalizar opciones políticas renovadoras que, con miradas de largo plazo –de verdaderos estadistas con proyectos nacionales viables–, nos liberen del ciclo entusiasmo-rechazo que nos impide bajarnos de la montaña rusa para construir futuros. No para destruir pasados.