La renuncia de la primera ministra devuelve al Reino Unido a la casilla de salida en un momento político y económico crítico
El destino político de Liz Truss estuvo en la cuerda floja desde el principio mismo de un mandato iniciado hace un mes y medio. Ha sido incapaz de dar seguridad y estabilidad a un Gobierno vapuleado por los escándalos que acabaron con la dimisión agónica de Boris Johnson. Pero es el Partido Conservador el único responsable de la profunda crisis política, económica y de reputación internacional que sufre hoy el Reino Unido. Los conservadores decidirán el 28 de octubre el relevo de Truss, pero fueron ellos mismos los responsables de impulsar hasta el final un Brexit que sigue sin ser un proyecto nacional concreto y solo ha servido para agravar las penurias de muchos británicos. Sobre ellos recae la responsabilidad de haber colocado en Downing Street a un aventurero como Boris Johnson, que no descarta la idea de volver a ser primer ministro. Liz Truss logró hacerse con el liderazgo del partido y con la jefatura del Gobierno a lomos de un programa de neoliberalismo económico aplaudido por el ala más radical de la formación. La debilidad para la democracia que suponía ese giro se expresa con cifras: apenas 80.000 afiliados del partido pusieron en manos de Truss el destino de 67 millones de británicos.
Su plan de rebaja de impuestos espantó a los mercados y dio al traste con la escasa credibilidad que tenían todavía los conservadores como buenos gestores de las finanzas públicas. Sin explicar cómo iba a equilibrar las cuentas, Truss y su ministro de Economía, Kwasi Kwarteng, creyeron que los votantes y los inversores premiarían su arrojo y determinación. Lo que ofrecieron, sin embargo, en un momento de elevada inflación, altos tipos de interés e incertidumbre en la economía mundial ha sido una demostración de amateurismo político que puso los pelos de punta a la mayoría de los diputados conservadores. Económicamente, el plan desató la alarma de instituciones como el Fondo Monetario Internacional. Políticamente, su intención de bajar los impuestos a las rentas más altas, a las empresas y a los ejecutivos de la City de Londres resultaba escandalosa en medio de una crisis del coste de la vida que atenaza a la mayoría de los británicos, y una inflación por encima del 10%. Si las encuestas anticipaban ya un duro camino por delante a los parlamentarios tories que aspiran a mantener sus escaños, la imagen de un partido obscenamente favorable a los más ricos era una bomba de relojería electoral.
El Partido Conservador se dispone ahora a elegir un nuevo líder en el plazo de una semana y cualquier decisión que no restituya la confianza de la ciudadanía y la calma a los mercados sería incomprensible en medio de una situación internacional tan difícil como la actual. Con la ley en la mano, podrían aguantar en el poder hasta finales de 2024 sin convocar elecciones. Tanto el Partido Laborista como el Liberal Demócrata han exigido una nueva convocatoria a las urnas y niegan a sus rivales la capacidad de mantener un mandato que ha exhibido tantas dosis de improvisación y caos. La democracia parlamentaria del Reino Unido, la más antigua de Europa, vuelve a estar sometida a prueba. La victoria electoral de los conservadores en 2019 queda ya muy lejana en el tiempo pero, sobre todo, ha dejado de servir como sostén de gobiernos eficaces y que ahora se hallan tan alejados de la ciudadanía que, según señalan los sondeos, es mayoritaria la reclamación de tener voz sobre el futuro de su país.