Publicado en: Blog personal
Por: Fernando Mires
Más allá de la expectación medial, nadie que entienda un mínimo de política internacional esperaba que de la conversación de Ginebra entre los presidentes Joe Biden y Vladimir Putin iba a aparecer algo nuevo. Ambos habían rayado el espacio de juego antes de la conversación. Biden había precisado que la contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que se da entre gobiernos democráticos y gobiernos autoritarios y autocráticos. Incluso, haber calificado previamente a Putin como asesino, un insulto terrible, no fue una reacción emocional. Con esta denominación Biden había dejado claro que el régimen de Putin es evaluado como un enemigo. Por su parte, Putin también había dejado claro que de la reunión no esperaba mucho y que por lo mismo no estaba dispuesto a ceder un solo centímetro en los puntos de discordia frente a su adversario internacional.
Lo único positivo de la reunión de Ginebra fue que ambos presidentes dialogaron, en sentido simbólico probablemente, pero dialogaron. Y eso es lo importante. Como acostumbraba decir el ex canciller alemán Helmut Schmidt, «todo diálogo es bueno pues mientras hay diálogo no hay balazos”. El diálogo, aunque sea infructuoso, tiene un poder simbólico: mostrar la voluntad de mantener la lógica de la política por sobre la de la guerra. Eso es seguramente lo que piensan Biden y Putin: nosotros somos demasiado fuertes para darnos el lujo de dirimir conflictos en una guerra militar. Mantengamos entonces la guerra en un nivel político. Por ahora.
¿Una reedición de la Guerra Fría? Preguntarán muchos. No exactamente. Aparte del peligro de entender conflictos internacionales con el recurso de la razón analógica (nunca el presente será análogo al pasado) la situación es diferente. Por una parte la Guerra Fría era caliente, muy caliente: los vietnamitas, entre muchos, pudieron constatarlo. La Guerra Fría fue guerra militar entre dos potencias, pero dirimida por naciones representantes. Fue, si se quiere, una guerra indirecta llevada a cabo para sustituir una guerra directa que, evidentemente, podía llevar al fin del planeta.
Por otra parte, la hipertensión que tiene lugar entre Rusia y los EE UU – eso es lo que intentaron demostrar ambos adversarios – es una guerra política, y como la política tiene lugar sobre la tierra, es una guerra geo- política. De lo que se trata, lo dejó entrever Biden en declaraciomes previas, es mantener las condiciones de un armisticio irregular y prolongado. Sorprendió en ese punto la dureza con que Biden respondió a la periodista Keitmum Collins de la CNN. Ante la pregunta de que es lo que le hace estar seguro de que Putin puede cambiar de actitud, respondió “Yo no he dicho eso”. Y agregó estas palabras claves: “No estoy seguro de nada. Putin no va a cambiar su comportamiento mientras el resto del mundo no lo obligue a hacerlo”. Más claro que el agua.
Putin no va a cambiar con argumentos sino ante la evidencia de que se encuentra frente a un bloque internacional sólido frente al cual no puede hacer nada. Putin nunca entenderá la fuerza de la razón, pero sí a la razón de la fuerza, eso es lo que quiso subrayar Biden. Y aquí llegamos al tema central: la reunión del G7 era para Biden una pre-condición para enfrentar verbalmente a Putin. Solo si lograba el apoyo irrestricto de Europa frente a los que considera enemigos existenciales de los EE UU, puede presentar su doctrina sobre China y Rusia. Sobre Rusia lo logró. Sobre China lo logró a medias. No obstante, seguirá presionando para imponer su doctrina. Pero antes, deberá derribar los pilares fundamentales sobre los cuales estuvo sustentada la doctrina Trump.
A quienes ya están acostumbrados a juzgar a Trump por sus actitudes excéntricas, parecerá extraño oír hablar de una doctrina Trump. Pero para quienes estamos obligados a separar la escenificación mediática de los objetivos políticos, podemos comprobar que Trump era, efectivamente, el portador de una nueva y a la vez antigua doctrina internacional. Una doctrina que podemos definir como nacionalista, aislacionista y, sobre todo, economicista.
Trump forma parte de una de las dos tradiciones que han marcado la política internacional de los EE UU desde su propio nacimiento. Una es la tradición nacionalista- aislacionista. La otra es la tradición internacionalista (a la que muchos llaman, intervencionista) De ahí la ambivalencia del América First de Trump. Significaba que los EE UU deben cuidar sus propios intereses antes que los intereses de los demás. La doctrina internacionalista que en cierto modo representa Biden, plantea lo mismo, pero agregando que los propios intereses solo pueden ser defendidos a partir de alianzas estratégicas de larga duración, como la Alianza Atlántica y su derivado militar, la NATO. El problema, por tanto, está en la definición de los intereses. Y aquí viene el incordio con Trump: los propios intereses solo eran para él los intereses económicos, los demás no contaban. En la política, según Trump, no existen aliados históricos sino económicos y estos no deben surgir de asociaciones de países, sino de acuerdos – nótese, acuerdos y no tratados – bilaterales.
En otros términos, mientras que para Biden los enemigos económicos no son necesariamente enemigos políticos, para Trump regía el principio de que todo competidor económico es un enemigo político. Así se infiere por qué para Trump la UE era una organización enemiga a la que había que destruir y la NATO una institución militar dirigida contra un socio estratégico de EE UU, la Rusia de Putin, cuyo objetivo no oculto es – así como lo fue para Trump – la desintegración política y económica de Europa.
Trump era un empresario político, mucho más empresario que político. Según su lógica, todo, si se dan las condiciones, puede ser negociado. En cierto modo Trump había interiorizado la misma lógica economicista de los dirigentes del PC chino. La política es un negocio y los negocios son los negocios. Bajo esa premisa, un segundo mandato de Trump habría asegurado el comienzo del fin de la UE (Ucrania, los países bálticos y tal vez Polonia habrían sido servidos en bandeja al autócrata ruso) hecho que explica por qué Trump y Putin apoyaban de modo conjunto a gobiernos i-liberales de Europa (el del húngaro Orban a la cabeza) y a la mayoría de los movimientos nacional-populistas, todos anti- EU. Desde esa perspectiva, Biden es una piedra atravesada en el camino de Putin. Solo a un anti-político consumado como Noam Chomsky se le puede ocurrir que “no hay diferencias entre la política internacional de Trump y la de Biden”. No solo las hay, además son antagónicas y por lo mismo, irreconciliables.
Con China el problema es diferente. China no tiene problemas territoriales ni con los EE UU ni con Europa. De hecho no amenaza directamente a ningún país occidental. A diferencia de Putin, la “nomenklatura” china tampoco financia a organizaciones políticas en Occidente. En el exacto sentido del término, es un competidor económico y, en no pocos casos, un enemigo económico al que – en ese punto están de acuerdo la mayoría de los políticos norteamericanos – hay que derrotar.
Por cierto, China tiene un enorme potencial militar, pero por sobre ese potencial prima la estrategia de preservar su desarrollo económico basado en una muy agresiva economía de exportación, sobre todo digital. Así nos explicamos por qué la siempre pragmática Angela Merkel aseveró frente a Biden que las preocupaciones de la NATO frente a la expansión de China les parecían algo sobrevaloradas. Por cierto, adujo Merkel, hay que mantener frente a China una posición crítica, no solo con respecto a los por los EE UU recién descubiertos “ligures musulmanes”, muy maltratados por China, sino también en contra de la superexplotación capitalista a que son sometidos los propios trabajadores chinos. Pero por otro lado hay que evitar que Rusia caiga en los brazos de China. Y eso solo puede ser posible si los EE UU, como sí lo logró la política de Kissinger en el pasado reciente, no logra mantenerlos divididos.
No puede haber peligro mayor para Occidente que la unidad estratégica entre China y Rusia. Ese sería el 2-1 que dibujó Orwell en su novela 1984. Kissinger nunca pensó por supuesto que Mao Tse Tung podía tener recaídas democráticas. Lo mismo piensa Biden de Xi Jinping (“es muy inteligente, pero no tiene un solo hueso democrático”) Tal vez, atendiendo a las razones “merkelianas”, el Secretario General de la NATO, Jens Stoltenberg, después que la gran organización declarara enemigo sistémico a China, precisó: “China no es un enemigo político”. Le faltó decir “como Rusia”. Pero todos entendieron. Sin embargo, el peligro existe: Rusia no puede movilizar a China, pero China sí puede movilizar a Rusia. Ese es el peligro, querida Angela Merkel.
En síntesis: el fundamento de la “doctrina Biden” requiere lograr la máxima unidad posible entre los países democráticos, formar un bloque defensivo político, cultural, económico y militar frente a las dos otras potencias, cerrar todas las vías expansivas a Rusia, competir económica y tecnológicamente con China sin menoscabar los intereses de las economías occidentales, instituir medidas proteccionistas si determinados casos así lo ameritan, y trabajar en dirección a la creación de organismos supranacionales cuyos acuerdos comprometan tanto a China como a Rusia. Un camino largo y difícil. Pero no hay otro.
El encuentro Biden-Putin no llevó -nadie lo esperaba– a ningún acuerdo. Pero en las cuatro horas que ambos mandatarios conversaron parecen haber quedado claras las diferencias que los separan en temas como la criminalidad cibernética, el clima del Ártico, el Este de Ucrania, los espacios geográficos en disputa, los derechos humanos, las intervenciones en elecciones extraterritoriales, el emblemático caso Navalny, la ocupación colonial de Bielorrusia, la actitud a tomar frente a autocracias enclavadas en occidente (las de Ortega y Maduro, por ejemplo). En fin, deben haber hablado mucho sobre las razones que han llevado a una enemistad que, ojalá siga siendo política y nunca militar. Difícil, muy difícil.
El mensaje final de Biden fue: “ustedes no nos pueden dividir” El “ustedes” son China y Rusia. El “nos” es la comunidad democrática mundial.