Publicado en: El Espectador
Por: Irene Vallejo
La literatura Occidental comienza rabiosa. La primera palabra de la Ilíada es “cólera”: antes que a los dioses o a los seres humanos, el poeta invoca la ira, la ofensa que hiere y hierve. En su mundo reina el apetito de pelea, el combate donde se compite, la glotonería de gloria. Las voces de los guerreros arengan, aúllan y retumban. De hecho, el adjetivo “estentóreo” deriva de Esténtor, un personaje del poema que, según Homero, gritaba con el ruido y la furia de cincuenta hombres.
Las personas más optimistas tienden a pensar que la paz es lo habitual, el estado natural de nuestras vidas. Sin embargo, la historia prueba lo contrario. En 1968, Will y Ariel Durant calcularon que, durante los primeros 3.500 años de civilización, solo unos 250 estuvieron libres de conflictos bélicos. La lucha en el campo de batalla era una experiencia tan cotidiana en las civilizaciones antiguas que el filósofo Heráclito la consideró la dinámica de la realidad. Escribió que la guerra está en el origen cósmico de todo: el universo, pero también las ideas, invenciones, instituciones y estados. El pensador griego afirmaba que cada cosa se define en disputa con las demás. Esta concepción de la existencia nace de una sociedad donde la guerra decidía la suerte de cada individuo: vida o muerte, esclavitud o libertad, riqueza o pobreza. La paz era tan solo un equilibrio inestable, un paréntesis de calma pasajera en un paisaje de codicia, belicosidad y orgullo.
En ese horizonte de exaltación guerrera, resulta asombroso que el gran poema épico de los romanos, la Eneida, esté protagonizado por un disidente. En una osada paradoja, Eneas se muestra siempre reacio a luchar. Es un héroe anómalo: un perdedor que huye de Troya cuando la ciudad cae en poder del enemigo. Alguien que intenta limitar el daño salvando a los suyos de la matanza. Elige escapar de las ruinas con su padre a hombros y su hijo pequeño de la mano, convirtiéndose en un refugiado, un derrotado a la deriva, la más temprana iconografía del migrante en busca de un nuevo hogar, siempre al borde del naufragio. Virgilio, testigo de la guerra civil romana, decidió encarnar la epopeya del imperio no en un soldado invencible, sino en un exiliado herido por la pérdida y el miedo. El poeta había contemplado el fin de la República, y escribía sobre los escombros humeantes de un sueño: «Aquí lo justo y lo injusto se confunden; tantas guerras en el mundo, tantos rostros del crimen».
Contra todo pronóstico, el relato fundacional europeo alberga en su centro a un héroe alejado del ideal épico. Un veterano cansado que prefiere cuidar a pelear. Eneas se parece más a los emigrantes que mueren en las pateras del Mediterráneo o las lanchas del río Bravo que a los poderosos que hoy les cierran puertos y puertas. Por eso, a lo largo de la historia su figura ha resultado incómoda para los liderazgos más agresivos. Como cuenta Andrea Marcolongo en su ensayo El arte de resistir, el fascismo italiano censuró, para las representaciones oficiales, la imagen del troyano cargando con su padre a la espalda, ya que contradecía la épica del caudillo militar victorioso y solitario.
En la niebla de la guerra, triunfan los rugidos rotundos y unívocos sobre la palabra sosegada. Hoy resuenan ecos de Heráclito cuando señalaba el conflicto como clave: un político no es nadie sin un buen adversario. El filósofo construyó su teoría en torno al término griego pólemos, “combate”, de donde deriva nuestra palabra “polémica”. A muchos líderes estentóreos los definen sus odios, no sus ideas. Confunden ganar con gritar y destacar con desgañitarse, siempre en actitud de ataque. Abundan los profesionales de la confrontación y el insulto, pertrechados de profecías apocalípticas, convencidos de que el fin justifica los miedos.
Consciente de lo fácil que es siempre herir al prójimo, la poeta italiana Alda Merini escribió: «Me gusta quien escoge con cuidado las palabras que no dice». Sin ese esmero por dar cobijo a las voces ajenas, sin el esfuerzo del respeto, se impone el choque violento. La agresividad está al alcance de cualquiera: solo precisa furia y coz visceral. Lo audaz es evitarlo: una paz sin derrotados será la verdadera victoria.