Por: Irene Vallejo
Una familia debe huir de su país natal para escapar a las matanzas desencadenadas por un gobernante tiránico.
Marchan con las manos vacías, oscilando entre el miedo y la esperanza. Les aguarda un viaje azaroso, tierras y lenguas desconocidas y la incierta tarea de recomponer sus vidas en el extranjero. La mujer acaba de dar a luz, el niño es apenas un bebé y el hombre se siente viejo ante la aventura. Podría ser la historia de una pareja de refugiados de nuestros días, pero la escena pertenece al relato bíblico.
El Evangelio de Mateo describe a esa familia amenazada por el peligro huyendo precipitadamente a Egipto para salvar la vida de su hijo único, cuando el rey Herodes el Grande ordena matar a todos los niños menores de dos años. Mateo cuenta que permanecieron en el país del Nilo hasta la muerte de Herodes, pero nada dice sobre su estancia allí. No sabemos si fueron bien acogidos o sufrieron rechazo por su origen y su religión, si los acusaron de robar el trabajo a los egipcios.
Ignoramos las penurias que soportaron o la ayuda que tal vez recibieron. Quizás convendría recordar que Jesús nació durante un viaje, que fue un joven emigrante y su suerte dependió del trato reservado a los extranjeros. En Navidad celebramos el nacimiento de un niño que ya desde sus primeros pasos tuvo que hacer frente a las penalidades de la huida, el exilio y el asilo.





