La insurrección del dolor – Karina Sainz Borgo

La novela descubre los lugares inmorales de nosotros mismos. Por eso escribir es un acto extractivo, es escarbar la tierra con las manos. Para conocerlo, al mundo hay que despellejarlo

Publicado en: ABC

Por: Karina Sainz Borgo

A la literatura se llega por desesperación. En ella se ensancha o se estrecha el mundo, según quién nos lo cuente. Caben la pastora Marcela cervantina; el arsénico que Emma Bovary se lleva a la boca; el dolor de los demás del que habló Susan Sontag; la vergüenza, la vejación y la desgracia de Coetzee; el trastorno y la tala de Thomas Bernhard; las palizas de Marguerite Duras y la cicatriz de Rushdie. La novela descubre los lugares inmorales de nosotros mismos. Por eso escribir es un acto extractivo, es escarbar la tierra con las manos. Para conocerlo, al mundo hay que despellejarlo.

La literatura no resuelve problemas. No libera países. No resucita a los muertos. Se escribe para habitar la piel del otro. Para ser incluso aquello que odiamos. En su ‘Poética’, Aristóteles asegura que la tragedia encierra la catarsis, esa facultad de redimir y purificar al espectador. Es un rito colectivo de la polis, una ceremonia ciudadana. Releer y revisitar la tragedia es un gesto político. Las novelas no curan la herida, la abren. Son el desgarro. En esa intimidad brutal de la escritura, surge algo parecido al refugio, pero jamás a la promesa de una cura. Nace del conflicto y el temblor.

En mi primera novela, ‘La hija de la española’, conté la historia de Adelaida Falcón, una mujer que usa la identidad de otra para escapar de un lugar en ruinas. Adelaida, la protagonista, se apropia del nombre de su vecina, a la que consigue muerta en el suelo. Empujada por la desesperación de una violencia que traspasa las paredes, enloquecida por el miedo, Adelaida se deshace del cuerpo sin vida de aquella junto a la que vivió durante años. La arroja como un bulto a una fogata urbana, le niega cualquier recuerdo o sepultura, con el único objetivo de usar su nombre para escapar. Adelaida es la peor versión de quienes han sobrevivido. Podría ser cualquiera de nosotros.

‘El Tercer País’, la siguiente novela, narra la travesía de una mujer que atraviesa la frontera cargando a sus hijos muertos dentro de una caja de zapatos, con el único propósito de darles una sepultura digna. Nací en un país en el que hasta las flores son peligrosas. Fui educada en la belleza y la depredación. La destrucción, la demolición y la profanación me enseñaron a sorber la belleza muy rápidamente, antes de que alguien me la arrebatara. Creo que eso puede explicar por qué en mis novelas los personajes se agarran al mundo sujetándolo con los dientes. Pelean como bestias asustadas. Así entiendo el mundo. Puedo narrarlo, a la vez, desde la piel de la presa y la del depredador.

Angustias Romero, la protagonista de ‘El Tercer País’, huye andando desde la sierra oriental a la occidental. La persigue una peste que borra la memoria y anula la voluntad. Sus dos hijos han muerto en la travesía, pero no dispone de dinero para sepultarlos. Su marido, aquejado por los síntomas de la epidemia, apenas la ayuda a cargar a sus bebés muertos. La desesperación los conduce hasta el cementerio ilegal en el que una mujer llamada Visitación Salazar, una negra preciosa, forzuda, fiestera y dicharachera, entierra a los muertos que nadie reclama. Una vez que consigue dar sepultura a sus hijos, Angustias Romero ya no puede regresar —¿adónde, si lo ha dejado todo atrás?—, así que decide quedarse a vivir en el camposanto. Tendrá que convencer a Visitación Salazar, un personaje estrambótico, excesivo, entre festivo y trágico, la síntesis perfecta entre piedad, compasión y resiliencia, una mujer que le permitirá trabajar, como mucho, a cambio de techo y comida. En ese mundo al margen, Angustias Romero construirá uno propio.

Juntas, Angustias y Visitación forjarán algo parecido a una amistad. Se moverán en un territorio violento en el que los hombres y las mujeres se tratan entre sí como animales: atacan en grupo, se defienden en grupo. Obedecen, delatan, trafican y hasta venden el pelo a cambio de unas monedas para comer. En El Tercer País hay depredación, narcotráfico, violencia, jaurías de perros, ríos que engullen, serpientes que reptan, tumbas pobres, hay polvo, tierra y erosión… Angustias y Visitación viajan—a la manera cervantina— por un territorio arrasado moralmente. Las esperan en cada pueblo el cacique, el matón de turno, el ladrón, el delator, el verdugo. Aprenden a moverse por ese territorio con un único fin: enterrar muertos. Dándole sepultura a quienes no conocen, forjan una ley propia: la resultante del desgarro. Justo por eso, porque hay una Antígona perpetua, la novela es la tumba abierta. Es la desobediencia. La insurrección y su infinita posibilidad de dolor.

 

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