Publicado en El Pais
En las ciclovías de Colombia hay una epifanía ciudadana del fervor por la palabra.
Quizá sea Colombia el país más redicho de la Tierra.
Al extranjero que, como yo, decide expatriarse aquí, la lengua de los colombianos no cesará de ofrecer enternecedoras sorpresas.
A un par de cuadras de donde vivo en Bogotá hay una tienda de bicicletas cuyo cartel anuncia que allí venden «vehículos alternativos de tracción humana». Las aceras de esta ciudad —cuando no están roturadas sin remedio— no se llaman aceras sino «andenes» o «senderos peatonales».
Claro que la parla de las ONG, siempre pretendidamente aséptica, al frotarse contra los extravíos de la infame corrección política, suelta a menudo aberrantes virutas. Eso de que a desalmados guerrilleros y paramilitares, todos ellos asesinos y arteros sembradores de minas «quiebrapata», se les llame por igual «actores armados», en lugar de, llanamente, «hijos de puta», puede, ciertamente, sublevarnos.
Un notable historiador británico, Malcolm Deas, erudito oxoniense a quien todo el mundo acuerda aquí el título de Colombianólogo Mayor del antiguo virreinato de Santafé, publicó hace ya tiempo un deslumbrante ensayo —titulado Del poder y la gramática— que da cuenta del nutrido contingente de presidentes de Colombia que, durante el siglo XIX y comienzos del XX, siendo ya el país independiente del Reino de España y republicano, se ocupó muy seriamente de temas filológicos y lexicográficos.
Uno compilaba en la cárcel un diccionario de galicismos; otro (conservador) redactaba arduamente una gramática que el de más allá (liberal) refutaba con bien averiguadas razones. El egregio Miguel Antonio Caro, presidente de la República entre 1892 y 1898, escribió nada menos que un Tratado del participio.
Entre aquellos estadistas-gramáticos, descuella José Manuel Marroquín, quien ocupó la presidencia colombiana entre 1900 y 1904 y llegó a publicar un muy práctico Manual de Ortología y Ortografía Castellanas, subtitulado «guía para la ortografía y pronunciación castellanas, con útiles listas de cuándo usar «z» y cuándo «s», y de palabras de dudosa ortografía». Marroquín ofrece buena parte de esa información en mnemotécnicas rimas escolares, por ejemplo:
Las voces en que la zeta / puede colocarse antes / de otras letras consonantes / son gazpacho, pizpireta / cabizbajo, plazgo, yazgo / hazlo y hazlas sin juzgar / con pazguato, sojuzgar / hazte y los nombres en azgo…
El librito se reimprime todavía, sin modificaciones, con los mismos ejemplos de hace un siglo. Lo he visto venderse por las astrosas calles del centro en copias fotostáticas. Tengo para mí que este fervor por la lengua, por el humano misterio de la palabra, es solo comparable en significación social con el que despierta el ciclismo entre los colombianos de toda condición desde mediados del siglo pasado.
País montañoso, en aquel entonces absolutamente impracticable por carretera, y estremecido por una auténtica guerra civil, desatada por el asesinato de un idolatrado tribuno popular, en abril de 1948, dio a luz, sin embargo, en el curso de los sangrientos años cincuenta, una sagrada festividad laica y pacifista: la vuelta ciclística a Colombia.
No guardan sus anales —que yo sepa— memoria alguna de haber sido jamás enlutada por la violencia política. Sus héroes, como el prodigioso Nairo Quintana, han salido, invariablemente, del limo de los más pobres de esta hermosa tierra plagada de desigualdad y de violencia.
Yo veo en los kilómetros de ciclovías que hoy surcan las ciudades de Colombia una epifanía ciudadana del fervor nacional por la palabra civilizatoria, emparentada últimamente con un neologismo ya coloquial para todos y, por eso mismo, para mí entrañable: el vocablo «posconflicto» que es como en la redicha Colombia se pronuncia hoy la palabra «paz».