Publicado en: XL Semanal
Por: Arturo Pérez-Reverte
PATENTE DE CORSO
Ahora queda feo hablar de ellas. Hay que tocarlas con pinzas y mucho cuidado para no pisar una mina. Hasta llamarlas chicas Bond te echa encima a la jauría de neomoralistas de siempre, mismos perros con otro collar, obstinados en controlar vidas, lenguaje y pensamiento ajenos. Como estará la cosa que, lo juro por Santa Moneypenny, en la última película de James Bond le han puesto a Daniel Craig –el mejor Bond desde Sean Connery– un asesor de intimidad: un vigilante de la playa para que en las escenas de sexo todo transcurra como Dios, o quien ahora controle esas cosas, manda. Para que no haya dimes y diretes como los de esa actriz que hace poco, en una serie de televisión sobre un texto mío, quiso denunciar judicialmente al actor porque, en una escena de cama y desnudos ambos, el canalla desaprensivo tuvo una erección. Acoso laboral, era la queja.
Lo de chicas Bond, volviendo al asunto, tiene hoy mala prensa. Uno menciona el término y todos saben de qué está hablando, pues para eso sirve el lenguaje. Sin embargo, algunas de las actrices que últimamente encarnaron a esos personajes femeninos reniegan del término, mientras que otras, las clásicas del género, Ursula Andress, Britt Ekland y también la Monica Bellucci de la reciente Spectra, lo reivindican orgullosas, asumiendo que formar parte de un mito hecho a mediados del siglo pasado con reglas más o menos canónicas incluye encarnar con naturalidad, incluso con sentido del humor, a los personajes convencionales del juego. Un actor o una actriz hacen precisamente eso, actuar. Interpretan a personajes concebidos por otros, que el público al que van destinados desea reconocer y disfrutar. Y más cuando el papel de chica Bond, en contra de lo que creen los indocumentados, no siempre trata de señoras atractivas y estúpidas propensas a abrirse de piernas. En las novelas de Ian Fleming y en las películas basadas en ellas, las mujeres son a menudo liberales, independientes, eficaces e incluso peligrosas. Y guapas, faltaría más. A ver, de Connery a Craig, cuándo han visto ustedes en la pantalla a un James Bond feo.
Quizá les parezca sensible con el asunto; pero es que soy bondófilo, o bondiano, como se diga, de la vieja escuela. Como el presidente Kennedy, también mi padre tenía novelas de James Bond en la mesilla de noche; y de ahí las cogía yo con doce o trece años y me las llevaba al cole para leerlas a escondidas. Las películas no podía verlas porque eran para mayores –la primera fue Goldfinger, colándome en el cine– pero los catorce libros me los zampé enteros y algunos influyeron en mi vida. Por ejemplo, hasta que dejé de fumar, mis cigarrillos favoritos fueron siempre los Player’s sin filtro –los mismos que fuma Lorenzo Falcó–, porque uno de mis primeros amores bondescos, la Domino Vitali de Operación Trueno, se confiesa enamorada del marinero que ilustraba la cajetilla cuando el tabaco aún no era un pecado social. Y fíjense hasta qué punto sigo siendo adicto al comandante Bond que, además de ver de vez en cuando el ciclo entero de películas –nadie como Connery, lo siento, ni siquiera el magnífico Craig–, dediqué estos meses de confinamiento a buscar por Internet los cinco títulos que me faltaban de la primera edición en español de las novelas publicadas en los años 60 por la editorial Albon, y que ahora se alinean todas en mi biblioteca junto a Goldfinger, Desde Rusia con amor y las otras que aún conservo de mi padre.
Si James Bond, guste o no a los moralistas, es uno de los grandes e indiscutibles iconos del siglo XX, las chicas Bond, exactamente con esa denominación, forman parte del mito. Y hasta de mis propios mitos. Con la Milady de Los Tres Mosqueteros y la Ava Gardner de Mogambo, esas mujeres bellas y peligrosas de las novelas y la pantalla conformaron algunos de mis gustos y decisiones personales de adulto. Honey Rider, Tatiana Romanova, Pussy Galore, Vesper Lynd y las demás son parte de mis primeros amores: espías a las que amé y espías que me amaron, y no hay asesor de intimidad que pueda estropearme la memoria. Y no soy el único. Los bondianos –y conozco a unos cuantos– podemos reconocerlas cuando las vemos, ignorarlas cuando no las reconocemos y desdeñarlas cuando, tras figurar en él, reniegan del canon que las convierte en mito. No es culpa nuestra si el mundo se ha vuelto tan idiota que mezcla churras y merinas sin conocimiento y sin matices. Como me dijo Viggo Mortensen cuando encarnaba a Alatriste para el cine, «lo importante es llevar al espectador inteligente al juego inteligente y contar bien el cuento que sabe le estás contando». Y lo demás son milongas.