Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Las encuestas se pueden equivocar y suelen hacerlo. Se recuerda muy en particular que hace cuatro años Hillary Clinton iba arriba en ellas y al final perdió por un pelo. Claro, en el último par de meses se dio una eficaz campaña de demolición en su contra, que incluyó el funesto reinicio de una investigación del FBI sobre sus correos electrónicos, la cual solo sirvió para volver famoso a James Comey, el director. A la postre este pobre señor fue arrojado a la basura por Trump, el muy agradecido ganador de las elecciones.
Dicho de otro modo, no es noticia que alguna encuesta acierte, lo que también sucede. Solo son noticia los fracasos. Igual, las encuestas nos atraen como los imanes a la viruta de hierro. Piense el lector no más en lo que sería una campaña política o comercial contemporánea sin encuestas, incluso sin encuestas equivocadas. Uno iría todavía más a ciegas de lo que ya va.
La muestra para cualquier encuesta seria se tiene que tomar perfilando con mucho cuidado al pequeño grupo seleccionado que representará a millones de personas. La idea es construir un espejo estadístico que refleje lo mejor posible a la totalidad, aunque, claro, cualquiera sabe o intuye que los individuos solo nos asimilamos a la masa en rasgos genéricos, nunca en opiniones sentidas o en análisis hechos con cuidado.
Algunos de los fenómenos más trascendentales surgen aquí o allá, digamos, en alguna grieta de la totalidad. ¿Por qué el cambio se dio en ese lugar y no a 20 kilómetros de distancia o en otra ciudad? Largas digresiones nos permitirán explicarlo. Lo que sí será claro es que la predicción de tal evento no hubiera figurado nunca en una gran encuesta, las cuales por definición deben ignorar las fallas tectónicas.
Los defectos no están ahí. Piénsese en la selección del «universo poblacional»: ciudadanos urbanos o rurales mayores de 18 años, proporción real de hombres y mujeres elegibles para votar. Después se definen otros quiebres aceptados: regiones, edades, niveles de ingreso, quizá intención de votar, hasta pertenencia a un partido, y pare de contar. Es usual dar un «margan de error», que a la larga es absurdo. ¿Por qué? Porque faltan datos y proporciones como profesión, hobbies, creencias filosóficas, tendencias políticas y demás fenómenos definitorios. Algún sentido se logra cuando la encuesta se repite con el paso del tiempo y permite comparar universos parecidos.
Es famosa la frase que pronunció Álvaro Gómez Hurtado en una entrevista con Juan Gossaín en 1990: «Las encuestas son como las morcillas: muy sabrosas hasta que uno sabe cómo las hacen». No deja de ser gracioso que Gómez haya dicho esto confrontado con la noticia de que las encuestas lo ponían en último lugar, lo que en esa ocasión era verdad. Pero no, la mayoría de las encuestas se hacen sin tener que matar a ningún cerdo, pese a que aquí y allá las manipuladas, es decir «amorcilladas». Por lo demás, tarde o temprano cualquier firma manipuladora se quiebra.
Si las encuestas no sabes qué va a pasar, ¿quién sabe? Respuesta breve y contundente: nadie sabe. ¿Qué tan grave es eso? No demasiado, Lo grave sería que unos supieran y otros no. De ahí que sea sensato usar las encuestas de insumo, dejando que sus conclusiones gruesas produzcan un efecto moderado en el análisis. De resto, hay que volar por instrumentos. Claro, aquí y allá todos pretendemos tener intuiciones certeras sobre lo que va a pasar. Paja, pero paja necesaria para vivir.
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