López Obrador dejará la silla presidencial, pero no el poder. Más que un legado, dejará una sentencia que debemos apelar con nuestro voto.
Publicado en: La Lista
Por: José Ignacio Rasso
La intención de quienes llegan a la presidencia debería ser corregir los errores del pasado, mantener o perfeccionar lo que funcionaba bien y dejar un mejor país que el que encontraron al empezar su sexenio.
Frente a esto podemos preguntarnos si el gobierno que acaba nos va o no a entregar un mejor país.
Cada uno tendrá distintas ópticas sobre la forma con la que ha gobernado el presidente, por ello, me gustaría establecer algunos de los motores internos que, a mi parecer, engloban muchas de las decisiones, las mentiras y las consecuencias de su manera de gobernar.
Porque en distintas ocasiones constatamos que no importaba la gravedad de los hechos, no era relevante si se hablaba del desabasto de medicamentos, del asesinato de un periodista, del ecocidio en la selva maya, de la dependencia de las remesas, de la corrupción dentro del ejército o del aumento en los feminicidios; los catalizadores que le daban energía cada mañana eran los mismos: el ego, el resentimiento y la propaganda electoral como forma de gobierno.
Dentro de estas premisas, es evidente que el narcisismo del presidente es pieza fundamental en las decisiones que ha tomado, desde las ocurrencias como hacer una farmacia grandotota para tener todas las medicinas del mundo o al decir que ya no hay masacres. El egocentrismo no solo le nubló el juicio, sino que lo amparó frente a la realidad que lo contradecía.
Porque es clara la obsesión que tiene por quedar grabado en los libros de historia encumbrando épicas batallas contra conservadores y neoporfiristas, contra jinetes innombrables o contra la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es, la demostración gráfica de quien se sabe pequeño y necesita encontrar frases grandilocuentes que enaltezcan el busto que sueña encontrar en Paseo de la Reforma.
¿Pero aquí cabe preguntarse si su legado quedará grabado con letras doradas o con tinta de sangre por los más de 200 mil homicidios con los que terminará el sexenio?
¿Serán las lágrimas de las madres buscadoras quienes escribirán la dedicatoria o serán los gritos de los migrantes que fueron silenciados?
Porque tenemos un gobierno que llegó al poder y no gobernó, que se mantuvo en campaña permanente y solo vio por los suyos, desechando la posibilidad de consenso con quienes pensaban distinto.
Un presidente que nunca dejó de ser candidato ni sus discursos dejaron de ser propaganda electoral. Una administración que nunca se asumió corresponsable de los males del país, que siempre culpó a otros y se victimizó frente a las verdaderas víctimas.
¿Entonces, cuál será su legado si quitamos la efímera sensación de éxito que dan los índices de popularidad?
¿Cuál será la herencia que dejará en el sistema de salud?
¿Cómo pasará la estafeta en temas de seguridad, educación y economía cuando abandone el cargo?
¿Cómo ponderar el aumento al salario mínimo y los avances en los programas sociales?
¿Cómo quedarán las arcas de la Hacienda pública para quien lo releve?
¿Con qué capital humano enfrentaremos la tormenta que se avecina?
¿Quién controlará el poder entregado a los militares?
Si, López Obrador dejará la silla presidencial, pero no el poder, porque necesita maquillar los resultados, asegurarse que los otros datos permanezcan en los libros de texto, controlar las percepciones, nombrarse el guardián de la cuarta transformación, permanecer como el humanista omnipresente que vele por la guerra contra los neoliberales, aconsejar con sabiduría a sus alfiles y garantizar, desde la falsa lejanía en Palenque, que no decaiga el resentimiento y la polarización como forma de gobierno.
El presidente, más que un legado, dejará una sentencia que debemos apelar con nuestro voto.