Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
La batalla burocrática, es decir, la batalla por los recursos dedicados al todavía así llamado “arte contemporáneo” la ganaron hace rato sus partidarios. Ellos monopolizan los dineros que los Estados y muchas fundaciones y organizaciones públicas y privadas asignan al arte. Son los multimillonarios del paseo. Pero ¿qué tan contemporáneo es el arte contemporáneo?, ¿o es un cachivache lo que parece un cachivache?
Hago memoria y pienso en la cantidad de videoarte que salió al mercado a partir de 1963. Uno se encontraba en la mitad de una sala con unos televisores grandotes y semicuadrados, en blanco y negro y después en colores, en los que se proyectaban videos con mensajes elementales y de factura muy primitiva. ¿Qué clase de experiencia tendrá hoy al verlos, si los ve, un joven que en su vida tan solo haya conocido pantallas planas? En general, los aparatos de todo tipo a los que recurría este arte están cada día más viejos. Mantenerlos en funcionamiento ha de ser un tremendo dolor de cabeza. Bueno, para algo son millonarios los burócratas.
Pasando a las ideas que obsesionaban a estos amigos, recuerdo, para dar un único ejemplo, la inmensa importancia que en su momento tuvo el sida. En la década de los 80 se vivió una epidemia letal que causó mucho dolor. De ahí que el arte dedicado al sida abundara. Saltando a hoy, el sida todavía no tiene una vacuna o cura eficaz, pero a punta de cocteles de medicamentos se ha vuelto manejable. El drama vinculado con él ha perdido mucha fuerza. Adiós instalaciones sobre el sida.
Claro, la pintura también protagonizó grandes dramas. Menciono, por falta de espacio, dos cuadros escandalosos en su momento: La Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix (1830), y el Guernica de Picasso (1937). ¿Al ver el primero, entra uno de inmediato en los debates de las revoluciones europeas decimonónicas o, al ver el segundo, se conmueve con el bombardeo de los nazis a un pequeño pueblo vasco para ayudar a Franco? Apuesto a que no, pese a que una persona informada lo estará sobre ambos fenómenos. Pero así sus raíces históricas hayan perdido vigencia, ambos cuadros siguen siendo plásticamente poderosos, es decir, su estética todavía es muy potente y atrae al espectador de hoy. A ninguno de los dos lo llamaría yo un cachivache.
El arte contemporáneo no habla por sí solo. Para nada, las exposiciones están llenas de cartelitos explicativos, redactados casi todos en una prosa penosa. Léalos usted, si no me cree. Y se ofrecen visitas guiadas, en las que se suelen explicar los “marcos conceptuales” que validan las obras. ¿Qué marcos conceptuales son necesarios para validar Cien años de soledad, El siglo de las luces de Carpentier o La consagración de la primavera de Stravinsky, para mencionar apenas estas tres? Ninguno.
El principio más problemático en este entorno de cachivaches es el que dice que las burocracias son revolucionarias. Nunca lo han sido: es un imposible metafísico. Las hemos visto actuar en muchas partes, verbigracia en la URSS o en el México del PRI. Los artistas, para su infortunio, se han convertido en títeres de los burócratas y me perdonarán la dureza de la expresión. Me contaba una experta durante la reciente Artbo que los mercados de cachivaches, nuevos y viejos, están en crisis. ¿Qué quieren los ricos hoy? Diga usted un cuadro de Picasso. Claro, no piden ningún cartelito explicativo.
P.S. Vaya un sentido adiós para Guillermo Perry.
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