Ya no queda duda: en medio mundo el populismo la ha emprendido contra los expertos. ¿Un epidemiólogo recomienda una vacuna? Es porque las farmacéuticas lo tienen en la nómina. ¿Un urbanista propone un modelo de desarrollo para una ciudad? De seguro está en el bolsillo de los urbanizadores.
El hábitat predilecto para dicha campaña, aunque no el único, son las redes sociales. No se puede negar que muchos expertos arrastran una tradición agresiva a la hora de descalificar a la gente del común: usted no sabe de eso, así que por favor cállese, solían decir cuando se dignaban reconocer la existencia del interlocutor. En una suerte de justicia histórica, las redes han puesto a los expertos al alcance de las personas. Uno de ellos abre una cuenta en Twitter o en Facebook y no cuesta ningún trabajo insultarlo, vilipendiarlo y suponerle intereses oscuros. Algunos, exasperados, se baten contra los trolls. Al troll poco le importa que lo descalifiquen o que pongan en evidencia sus errores. Muchas veces le basta con haber suscitado la contestación.
Si el fenómeno se limitara a las redes sociales, vaya y venga, pero cuando las masas eligen un presidente, como Donald Trump, que en forma sistemática se hace eco del odio contra los expertos, las consecuencias pueden ser nefastas. David Brooks, el lúcido columnista conservador del New York Times, concluía en una entrevista reciente que los votantes gringos blancos de clase media no les tienen ninguna animadversión a los multimillonarios, pese a que al darles poder político es obvio que van contra sus propios intereses, pero sí odian a los periodistas, a los panelistas de la televisión, a los intelectuales y demás expertos que les dicen por qué pasa lo que pasa y qué deben hacer al respecto. El símbolo de esta gente, para Brooks, era Hillary Clinton. Por eso perdió las elecciones en 2016.
El fenómeno dista mucho de ser exclusivo de Estados Unidos. Cuando a Michael Gove, el secretario de Justicia de Cameron y partidario del brexit, le preguntaron en su momento por algún economista que apoyara ese salto al vacío, dijo famosamente: “La gente en este país está hasta la coronilla de los expertos”. Venezuela, por su parte, ha expulsado a la gran mayoría de los que saben. Y así le está yendo.
Aunque la vulnerabilidad de los expertos no es reciente, la Gran Recesión de 2008/2009 fue el parteaguas en lo atinente a su prestigio. No, casi ninguno de los economistas que hablaban en Do de pecho sobre el funcionamiento de los mercados la vio venir. Poco parece importar que, tras esa falta de previsión, Ben Bernanke y sus émulos casi con seguridad evitaron la repetición de una depresión económica global como la que devastó al mundo en 1929. Por lo visto, los fracasos de los expertos reciben más publicidad que sus éxitos. Igual, la crisis de 2008/2009 desató la rebelión de las masas. Además, empezaron a aflorar las contradicciones: por cada PhD que decía A, había otro PhD que decía no-A. De más está decir que en las ciencias sociales no opera la misma certeza que en las exactas. Igual, uno no volaría en un avión piloteado por un cirujano ni tampoco se dejaría reparar la aorta por un amigo piloto. ¿Estamos dispuestos, sin embargo, a participar en esta campaña general contra los expertos? Yo no, pese a que reconozco sus falencias.
La próxima semana sigo examinando la animadversión contra quienes saben o dicen saber más que los demás.