Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Empiezo por aclarar que las que siguen son conjeturas, no certezas. Estas últimas no abundan tras los conflictos prolongados, si bien hay una que importa aquí: el pasado es inmodificable.
El Espectador publicó este domingo un largo artículo sobre los avatares rocambolescos sufridos por los archivos secretos del DAS después de liquidado el organismo. En las 12.000 cajas hoy custodiadas en un sótano del Archivo General de la Nación debe haber cualquier cantidad de vida, intriga, traición, corrupción, abuso, y uno intuye que es preciso preservar aquello por su inmenso valor. Pero ¿en qué consiste exactamente ese valor?
En principio archivos como estos tienen algo de totalitario. Claro, los casos judiciales que se investigan y se fallan deben quedar registrados y deben ser accesibles al público, con tal cual cortapisa. ¿Pero por qué va a tener el Estado información sobre la vida privada de personas que no han cometido ningún crimen? Es cierto que cuando un país atraviesa por un conflicto grave y la seguridad del Estado sufre amenazas serias, se justifica recopilar información sobre lo que se fragua. Más problemático es evitar que haya gente que quede atrapada de por vida en esas redes.
Me vienen a la memoria dos casos emblemáticos. Uno es el de Milan Kundera, quien siendo un joven y fogoso comunista en 1950 denunció a Miroslav Dvoracek, a la sazón un espía de occidente en Checoslovaquia. Dvoracek a duras penas se salvó de la pena de muerte. De nada valió que el resto de su vida Kundera fuera un enemigo implacable del comunismo, pues a los 59 años su carpeta salió a la luz y el recluso y expatriado escritor fue vilipendiado por el universo biempensante. También está la revelación póstuma sobre Gerardo Reichel-Dolmatoff, miembro activo de los SS nazis en su juventud. Su destacado papel como antropólogo durante décadas en Colombia no lo libró de esa mancha. La memoria no prescribe.
Antes que todo este material sea examinado por los historiadores, por un tiempo es pertinente para la a veces confusa mezcla de verdugos y víctimas. Estas últimas en su inmensa mayoría no se enteran de lo que sobre ellas registran los documentos. Nos dice el padre Francisco de Roux, cabeza de nuestra Comisión de la Verdad, que la idea es comprender el conflicto. Y sí, tal vez el informe final que ellos presenten, bien sustentado, aporte elementos valiosos para la interpretación, pero no estoy convencido de que una sucesión de datos singulares nos vaya a permitir saber mucho más de lo que ya sabemos. La pregunta del millón es por qué pasó lo que pasó, y esa no tiene una respuesta casuística.
¿La memoria moviliza la sociedad? Aunque tampoco sobra, no creo que en Colombia vaya a haber una movilización a gran escala a partir lo que publique la comisión. Estamos saturados con el tema. “La memoria todavía no es la verdad”, dice Francisco de Roux. Pues bien, nunca lo será. No existe en el mundo un conflicto comparable al colombiano que haya desembocado en un rompecabezas armado en forma definitiva. La Primera Guerra Mundial concluyó hace 100 años y todavía se debate con ardor por qué pasó lo que pasó.
Me quedo con la noción de que investigar la verdad, sin pretender alcanzarla, produce reconciliación. Más importante, no obstante, es que en estas cosas las sociedades buscan la expiación de la culpa, la cual nunca se obtiene. Arriba mencioné la razón: uno quiere modificar el pasado, pero el pasado es inmodificable.
Lea también: «Consultitis«, de Andrés Hoyos