Nadie parece valorar el deseo sin drama, como si las relaciones serenas no tuvieran historia, solo hastío
Publicado en: El País
Por: Irene Vallejo
El planeta Venus se parece a nuestra idea del deseo. Es un cuerpo abrasador y volcánico, el más caliente del sistema solar. Allí cada día dura ocho meses: entre el atardecer y el amanecer transcurre una ardiente noche interminable. A causa de una tempestuosa colisión, es un planeta volteado patas arriba, que rota al revés sobre su eje. Llevando la contraria al resto, el sol sale por occidente. Aunque no conocían sus excentricidades astronómicas, algo intuyeron los antiguos al darle el nombre de su diosa de las pasiones.
Desde que Venus es Venus, el deseo se contempla como la fuerza que trastorna el orden. Por eso, ya las sociedades paganas fijaron con normas estrictas quién y cómo podía gozar del sexo. La esfera del placer no era el hogar, pues el matrimonio atendía al patrimonio, no a la atracción. Concertado por las familias, tenía su razón de ser en la herencia y las alianzas. Se prohibía casarse a los esclavos: era un asunto de ricos. En ese esquema, marido y mujer podían convertirse con suerte en amigos, pero no estaba bien visto acariciarse demasiado. Séneca desaconsejaba tratar a la esposa como a una vulgar amante.
Bajo esas coordenadas históricas represivas nace el imaginario erótico. La intensidad y la emoción solo se dan en las relaciones imposibles. Se anhela siempre lo inalcanzable. La poesía clásica y provenzal gira sobre esa paradoja: deja de ser amor lo que se convierte en realidad. “Todo era una carencia sin fin”, escribe Annie Ernaux en Pura pasión. Nuestra sed no se puede saciar, los amantes felices y duraderos son cosa de otro planeta.
“Señores, ¿les gustaría oír un bello cuento de amor y muerte?”. Así comienza la historia medieval del caballero Tristán y la rubia Iseo. Como afirma Denis de Rougemont en El amor y Occidente, esta leyenda expresa la simbiosis entre pasión y peligro. Los protagonistas se enamoran con gran riesgo, pues ella es la prometida del rey Marco, tío de Tristán. Imprudentes, se confiesan su deseo y traicionan al rey. Incluso tras la boda siguen siendo amantes. Una noche los descubren, y él es condenado a morir, ella a un cruel castigo. Escapan milagrosamente a una cabaña escondida en el bosque, pero, cuando por fin pueden dormir juntos, se acuestan de espaldas y Tristán clava una espada desnuda entre sus cuerpos, separándolos. Durante tres ásperos años, solos en su retiro, se arrepienten y añoran la corte. A su regreso, obtienen el perdón del rey Marco y ella recupera el trono, pero, claro está, sigue acostándose clandestinamente con su amado. Tristán e Iseo son audaces y contradictorios. Si no hay obstáculos, los inventan. Su amor no es un anhelo que quieran vivir, sino una obsesión por la que están dispuestos a morir. Una y otra vez, los grandes mitos —Romeo y Julieta, Werther, Cumbres borrascosas, Bodas de sangre— culminan con la muerte en juventud.
Además del aura trágica, estos relatos nos dejan una herencia de subversión, capaz de impulsar cambios históricos. La película Loving, de Jeff Nichols, rememora las peripecias reales de una pareja, mujer negra y hombre blanco, que en los años sesenta afrontaron la pena de prisión por casarse. La lucha de los Loving —apellido verídico y simbólico— contra todos los obstáculos permitió abolir las leyes segregacionistas que prohibían los matrimonios interraciales en Estados Unidos.
Un antiguo legado literario —junto a películas, series y canciones— celebra el ni contigo ni sin ti, el arráncame la vida y el culto al malquerer atormentado. Glorifica el arrebato hasta extremos que parecen legitimar los celos o la violencia. En el fondo, es un aparato de exaltación de la pasión contrariada poco aplicable allí donde hoy gozamos de libertad. En cambio, nadie parece valorar el deseo sin drama, como si las relaciones serenas no tuvieran historia, solo hastío: el tópico de que las familias felices son todas iguales. Gracias al poeta romano Marcial conocemos a la polémica Sulpicia, una mujer que se atrevió a escribir versos eróticos sobre ella misma y su marido, una insólita transgresión. Aunque hemos perdido toda su obra, resuena aún la osadía de Sulpicia al cuestionar ese cliché ancestral: amores verdaderos solo son los que no pueden ser.