Sobre Carlos Saura, o a partir del fallecimiento de Carlos Saura – Sebastián de la Nuez

Por: Sebastián de la Nuez

En 1993 colaboraba con las páginas culturales de El Universal, que entonces dirigía Sofía Ímber. Escribía reseñas sobre películas recién estrenadas, no me pagaban absolutamente nada pero era muy divertido hacerlas y, además, era una tarea que me obligaba a ir al cine aunque tuviera pereza, puesto que me sentía comprometido en la entrega semanal. Cierto, a veces daba cierta flojera calzarse e ir caminando o en carro al Centro Plaza, ponerse en cola, comprar gomitas o una barra de chocolate Savoy y luego buscar asiento en la semioscuridad acogedora de la sala, de ser posible en la última fila porque era en la última fila, pegada de la pared, donde había tres o cuatro asientos que no tenían delante la penúltima fila sino el pasillo central de la sala, con lo cual el espectador que allí se ubicara tenía espacio para el estiramiento de sus largas patas, sin tropiezo alguno, una vez comenzada la función.

Allí vi Cría cuervos, al menos por segunda o tercera vez.

Un ritual, eso es siempre una ida al cine. También era un ritual entregar la columna semanal. Debía llevarlas personalmente a una oficina de Parque Central situada al lado de un taller donde montaban lienzos y afiches, Los Tres Marqueteros. Claro, tenían trabajo permanente gracias al mismísimo Museo de Arte Contemporáneo que no recuerdo si ya, para la época, llevaba el nombre de su eterna directora. La oficina que se ocupaba de las páginas culturales de El Universal no era, entonces, del periódico sino de una institución patrocinada por el Centro Simón Bolívar. Cerca, en ese mismo sótano de Parque Central, quedaba un restaurant muy grato, muy cómodo y muy musical donde los viernes por la noche Floria Márquez cantaba boleros. El Parque.

Ir al cine del Centro Plaza o a Mi Cine La Pirámide no era echarse ante la TV con el mando a distancia en la mano, nada de Netflix ni quedarse dormido a los cinco minutos. Ir al cine era un procedimiento. Diría, ahora, un procedimiento entrañable ligado a lugares urbanos y también a ese otro tipo de lugares que carece de ubicación exacta porque el alma no puede ubicarse. Hay sitios en la memoria donde se unen lo urbano con la experiencia que se ha hecho inasible o lo era desde el principio. ¿Cómo atrapar una percepción que une dos puntos distantes ―geográficamente hablando― siete mil kilómetros uno del otro?

Veamos, por ejemplo, un niño boquiabierto en el cine Canaima. Tiene tres pantallas ante sí, casi lo envuelven. Ese niño viene de ver la televisión en blanco y negro, una pantalla de 25 pulgadas, más o menos. Allí vio «El Llanero Solitario» la tarde anterior, pongamos por caso. Ahora va sobre el pescante de una diligencia junto al cochero que dirige los caballos a través de un florido camino lleno de curvas o calles llenas de gente en El maravilloso mundo de los hermanos Grimm. El chico está, en realidad, dentro del útero del cine Canaima, ante la mágica experiencia que brinda el estado del arte en tecnología cinematográfica, el maravilloso supercinerama.

De una película de Carlos Saura ha quedado algo parecido a la carreta de los Hermanos Grimm, aunque la imagen ya no ofrezca la maravilla de un paseo hermosamente vívido sino la pura sordidez de una opresión.

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Hacer aquellas notas para El Universal me permitía gozar, además, del privilegio de ser invitado a funciones privadas, en pre-estreno, sobre todo en una sala del edificio del teatro Las Palmas y en otra situada en una calle que comunica Sabana Grande con la avenida Solano, casi enfrente de la Alianza Francesa. No era crítica lo que hacía. Me bastaba construir un comentario que hilara la trayectoria del director, tema de su película, opiniones dictadas por el sentido común o referencias de algunas lecturas. Crítica, digamos, podían hacerla Román Gubern o Les Cahiers du Cinéma, incluso la muy local revista Cine Al Día con sus nutridas notas donde diseccionaban película, director, argumento, ideología escondida detrás. Escribían profesores o intelectuales como Ambretta Marrosu, Oswaldo Capriles, Fernando Rodríguez o Héctor Concari. Creo que incluso Ugo Ulive llegó a escribir allí alguna vez. Coleccioné esa revista, luego la convirtieron en Cine-Oja o algo parecido, no ya revista sino desplegable con varias caras.

Una crítica siempre fue o ha sido, para mí, algo más ambicioso que lo que yo proponía para El Universal. En los años setenta uno se creía obligado a desentrañar el talante ideológico detrás de un film, una verdadera lata. Siempre había que hacer algún apunte al comportamiento abusivo del producto made in Hollywood. No intenté nunca eso. Conservo en mi disco duro esos comentarios, hechos hacia 1994 y publicados en el cuerpo 4 de El Universal. Hay uno sobre una película de Saura, Dispara, estrenada en Caracas ese año, con Francesca Neri y Antonio Banderas. No me gustó para nada. Preguntaba retóricamente al comienzo de la nota si habrían perdido interés las películas de Carlos Saura y agregaba que extrañaba su antigua beligerancia: ya no era la de antes, cuando hacía, durante el franquismo o poco después de la muerte del caudillo, películas como La caza, parábola de la Guerra Civil, o esas otras donde un atrabiliario españolito encarnado por José Luis López Vásquez ―el caso de La prima Angélica, inolvidable― escarba en su memoria familiar y se encuentra, cómo no, con los resabios de la Guerra Civil, o estas otras donde una anoréxica Geraldine Chaplin habla español con acento y resuelve sus roles con esa mirada cristalina que provoca protegerla del machismo, o de sus propios fantasmas, o de la España negra o, en fin, del entorno sin libertades que la ahoga. Hacia 1994, Saura ya era un abuelete acomodado, mimado por la sociedad democrática y europeísta que se abría paso. Había dejado atrás la influencia de Buñuel y no se metía con la Iglesia ni con los militares. Anoté, en la columna de El Universal, que un espectador había dicho, al salir de la función, que el film parecía un unitario de la televisión local. «En verdad, la película ofrece mayores desaciertos que otra cosa», remachaba yo. «El guion adolece de incongruencias varias, son rescatables las actuaciones de la bella Francesca Neri y del omnipresente Antonio Banderas. Ella es una amazona circense que explota su puntería certera; él, un periodista madrileño que se enamora y la enamora. El suceso desencadenante del drama es la violación del personaje encarnado por la Neri cuando tres mecánicos jóvenes y rudos asaltan su tráiler en la noche, provocando en ella una sicopatología criminal».

Bueno, sí, Carlos Saura hizo películas malas. En cincuenta películas dentro de una filmografía, eso tenía que suceder, ¿no? No era Stanley Kubrick.

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Carlos Saura fue homenajeado anoche, sábado 11 de febrero de 2023, en un auditorio de Sevilla extraordinariamente parecido ―al menos en su interior― al Teatro Teresa Carreño. Ya estaba preparada una estatuilla Goya en su honor antes de que falleciera, el acontecimiento hizo cambiar el rumbo de la ceremonia a último minuto pues sucedió 24 horas antes de la cita anual de la Academia española que imita en casi todo a la de Los Ángeles. Recibieron el Goya póstumo su viuda, Eulalia Ramón, y sus hijos Antonio y Anna. El pequeño discurso de Antonio fue redondo, acertado, el relato amoroso de un hijo que describe a las cuatro esposas que tuvo su padre hasta desembocar en la que tiene al lado. Puede verse y oírse en YouTube.

A cada quien le tocará su Carlos Saura. El de uno lleva la impronta del Centro Plaza, cine La Previsora, Mi Cine La Pirámide, Cinemateca Nacional, tal vez los cinemas del Centro Comercial Chacaíto. Allá, en Mi Cine La Pirámide, vi probablemente La caza y la alocada y críptica Peppermint frappé. Saura nunca estuvo en Caracas. Junto a Víctor Erice —El espíritu de la colmena— y Berlanga —Bienvenido Mr. Marshall— protagonizó el amanecer del cine español de autor hecho en España, ya que Buñuel se fue bien temprano a Francia y luego a México (aunque Saura siempre lo tuvo presente y en 2001 hizo Buñuel y la mesa del rey Salomón). Saura construyó retablos de personajes próximos, almacenes repletos de imágenes donde renacía la España que da miedo, la militarista, de doble moral, monástica, cerrada, enfrentada a sí misma. Luego hizo, entre otras cosas, musicales, porque le gustaba, porque él se jactaba de que en la vida hacía lo que le daba la gana y eso fue cierto y en esos documentales refleja sus querencias. Estaban muy bien pero uno se queda con Crías cuervos por encima de todo lo demás.

Uno podría enumerar decenas de escenas en películas cuyo argumento ha olvidado, ¿por qué?, porque de las películas, como de la vida misma, te quedas con algún momento para siempre. No sabes qué momento específico será aquel de naturaleza indeleble hasta que algo, tal vez muchos años después, te lo traiga de vuelta. La razón por la cual te has quedado con ese momento y no con algún otro puede ser explicable o no. Podría citar escenas de no más de un minuto de duración de directores que han tenido lo que hay que tener, the right stuff. Son los directores quienes crean esos momentos: una imagen, un plano, un gesto o un pedazo de diálogos que se esconde dentro del espectador, pasando a formar parte de su imaginario o, nada más, de su experiencia personal.

Podría mencionar decenas o centenares. Pero no caben aquí. Caben apenas un par de detalles de Carlos Saura en Cría cuervos: Ana Torrent, sorprendida por la cámara que invade el plató donde la niña se está bañando, mira directamente al objetivo con sus bellos ojos azorados. No cabe duda. Es evidente que Saura debe de haber dejado esa toma a propósito, como un guiño a lo Hitchcock o algo así. No sé si hay algún comentario sobre esto en internet, debe haberlo pero prefiero no contaminarme con la opinión de un tercero.

Para mí, Saura dejó esa toma adrede.

Ese es uno. El otro, toda una escena, tampoco lo he buscado ahora para confirmar o tal vez descartar algo. No, quiero ese trozo como lo conservo en la memoria: el padre o padrastro ―ahora no lo sé― de la niña personificada por Ana Torrent es un militar franquista y machista que engaña a su madre. En esta escena, la doméstica de la familia, mujer madura de grandes pechos, está afanada pasándole un trapo a una puerta de vidrio corrediza que da hacia la terraza o jardín de la casa. El militar, a punto de salir debidamente emperifollado con su uniforme y sus medallas, se acerca al vidrio, del otro lado, y pone una mano a la altura de las tetas de la pechugona sirvienta. Ella continúa limpiando como si nada. Él corre su mano, siguiendo el movimiento circular de los pechos; la mujer lo ve y se pega aún más del vidrio.

Pues eso, que algunos voceros del grupo político Vox, en el Congreso de los Diputados de Madrid, y después de todos estos años, ahora que estoy en España y me siento desterrado, me han recordado al militar de Cría cuervos que probablemente no se inventara Saura, sino que simplemente lo licuó de varios que habría conocido o de los cuales tuvo noticia.

Lo que dijeron al final de la gala de los Goya, anoche en Sevilla, tiene relación con esa conexión de la que hablo entre escena interiorizada y experiencia actual que te la trae de vuelta, sin que tú mismo te lo hayas propuesto.

Dijeron los presentadores de la gala algo así como que la vida sin el cine existe, pero las películas sin la vida, no. Debe de ser cierto. La vida de algunas películas de Saura, aquellas que tuvieron y seguirán teniendo lo que hay que tener, contienen vida. Creo que, a medida que uno se hace mayor, el paso entre la vida y las imágenes atesoradas desde el cine o desde los libros, fluye entre una y otra dimensión con mayor sentido de pertinencia, colocando las fichas adecuadas en el recipiente justo.

 

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