Enrique Krauze evoca en su libro las conversaciones con su abuelo y pone en marcha una obra que adopta la forma de una conversación transcontinental
Publicado en: El País
Por: Ibsen Martínez
No hará diez años, aunque hoy me parezca algo ocurrido en otra era geológica, me propuse una vida a caballo entre Caracas y Bogotá.
A solo una hora y cuarenta de vuelo, en ocasiones mucho menos tiempo, con aficiones y amigos en ambas ciudades y sin querer sustraerme a los encantos de ninguna de las dos querencias, en breve me hice a un vaivén “bicapitalino”, pensando que podría sostenerlo perpetuamente. No lo dudaba porque si algo soy es caraqueño y Bogotá, por otra parte, prendió en mí ya en los años 90 del siglo pasado.
Sucesivas catástrofes descompusieron aquel ingenuo burladero de la tiranía madurista. No todas fueron políticas; en la vida privada también ocurren flash floods y avalanchas de lodo. Lo cierto es que muy pronto las idas y venidas debieron suspenderse de golpe: una noche me fui a la cama expatriado voluntario en Bogotá; por la mañana ya era un exilado.
Imparto ahora noticia del lugar donde escribo esta nota: la hermosa casa que fue del pintor bogotano Ricardo Gómez Campuzano, donde hoy funciona una sala de lectura de la Biblioteca “Luis Ángel Arango”, en el norte de la ciudad.
Es una casona familiar de dos plantas convertida en funcional biblioteca. Aunque céntrica, la atmósfera de la casa y su pequeño jardín es la de un retiro suburbano que atrae a estudiosos de todas las edades.
Me vi forzado a dejar en Caracas una modesta biblioteca personal. A cambio, gané acceso ciudadano a una de las mejores de Hispanoamérica y no dejaré nunca de agradecer mi bienaventuranza.
Valgan lo que valieren, en adelante archivaré mis columnas en un fichero llamado “Calle 80, #8-66″. Espero con esa devoción asegurar la benéfica influencia que, en el curso de varios días, ha obrado en mi ánimo leer aquí un libro singular. Llamémoslo, con Frazer, “magia empática”; soy latinoamericano y creo en esas vainas.
El libro se llama “Spinoza en el parque México” y su autor es el historiador Enrique Krauze, genuino mensch mexicano, el spinozista de la avenida Ámsterdam.
Yo había olvidado el júbilo que entraña adentrarse en un libro que desde sus primeras páginas te imbuye de insospechadas novedades, verdaderas revelaciones y te invita, por otro lado, a subrayar todo lo que la lectura corrobora: intuiciones que guardabas “sin creer ni dejar de creer” en ellas, sin atreverte a compartirlas siquiera.
¡Ah!, y anotar en pegatinas post it las lecturas que, justo ahora, adentrándome en la séptima década, me quedan por hacer y que haré. ¿De qué va Spinoza en el parque Mèxico?
Va de la biografía intelectual de Enrique Krauze que ayer nomás cumplió los 75, así que llega usted muy a tiempo porque el partido aún no termina y le quedan muchos innings por lanzar. Ford Madox Ford sostiene que una buena biografía debería poder leerse como una buena novela: absortamente, asintiendo a todas las sorpresas que entrega el tiempo, ese “fuego en el que ardemos” de que habla el poeta Delmore Schwartz.
El parque México, segunda mitad del siglo pasado, exterior, día: Saúl Krauze, el abuelo de Enrique, predica entre sus amigos “el evangelio según Spinoza”. Enrique evoca lo más numinoso de las conversaciones con su abuelo y con ello pone en marcha un libro que adopta la forma de una conversación transcontinental, comenzada mucho antes de la pandemia, con su amigo español José María Lassalle.
La semblanza de Saúl, la crónica de sus orígenes polacos, el relato de su militancia en el Bund ( partido de los judíos secularizados rusos, también de los polacos), de su llegada a México en tiempos de Plutarco Elías Calles, su desencanto ante los crímenes de Stalin y su humanista fervor de toda una vida por Baruch Spinoza, su solitaria independencia intelectual y su ética de la razón y la tolerancia, dejan ver cuán vasta es la erudición de Krauze en la infinitud de las tradiciones judías, y, dentro de ellas, la de “los judíos no judíos”, como los mentó Isaac Deutscher.
En algún momento de una conversación de 700 páginas, Lassalle pregunta si no se propuso Krauze alguna vez un libro sobre ellos, a la manera de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo. La prefiguración, en voz alta, de un tal libro, es el fuste de Spinoza en el parque México, lo que hace de él una radiante historia de la idea de libertad, cuyos protagonistas son, entre otros, Heine, Kafka, Scholem, Walter Benjamin, Arendt, Berlin.
Sobre Spinoza, el misterioso y el más admirable de los heterodoxos, lo ignoraba yo todo hace tres semanas, salvo lo poco leído años atrás sobre la “geometría de las pasiones” en un servicial breviario escrito por Sir Roger Scruton. Recordaba también, sí, un desayuno spinoziano, more geometrico, con Jorge Luis Borges que Krauze recogió en su libro Travesía Liberal.
Las pegatinas de que hablaba más arriba orientarán desde ahora, lo sé, mi bitácora de lecturas spinozianas en la calle 80. Entre tanto, traigo aquí lo que el historiador, recordando a su abuelo, expresa tocante a Spinoza:
“Fincado en la razón, y solo en ella, serenamente se apartó de la ortodoxia, de la tribu, de la identidad exclusiva y excluyente, y divinizando la naturaleza, colonizó él solo (por así decirlo) el territorio de la razón libre y tolerante. Me gusta imaginar a mi abuelo, muy joven, sentado en la biblioteca pública de Varsovia que frecuentaba, leyendo la Ética, sintiéndose uno con la naturaleza, dueño de su razón, liberado de pasiones y fanatismos.[…]Me gusta pensar que don Saúl escogió al héroe correcto”.
Vivimos hoy en todo el mundo el ascenso de las tiranías, las de bárbara derecha y las de la izquierda identitaria y wokista. Cada día resulta más tortuoso pensar la libertad.
Seguiré a don Saúl: lo pide la época.