Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Si un lector típico de esta columna piensa en el calentamiento global, es difícil que recuerde experiencias personales causadas por él y que lo hayan afectado en los últimos tiempos. Tal vez sintió algo más de calor que en el pasado —el planeta se ha calentado 1° C en los últimos 250 años—, tal vez vio algunos nevados más calvos o estuvo en fincas donde antes había selvas y hoy hay potreros. De resto, las novedades son pocas. Cualquier periodista puede recargar una noticia y preocupar a la gente, pero nada como la experiencia personal, y estas hasta ahora son modestas. El calentamiento global se refiere al futuro, por ejemplo, al año 2050 u otro posterior, cuando los efectos podrán ser muy severos; es ante todo un concepto, no una realidad tangible.
El contraste con el COVID-19 no podría ser más brutal. Los contagios crecen día a día, hay miles y miles de muertos dispersos en muchas geografías, y el daño económico asociado con la pandemia ha sido colosal para la inmensa mayoría de la población mundial, con solo unos cuantos beneficiados. Cualquiera sabe de muertos conocidos o reconocidos. Y ojo que no cito cifras porque cambian a diario y volverían anticuado este texto en apenas un par de semanas. Así, mientras el coronavirus hizo irreconocible al mundo en unos meses, el calentamiento global promete volverlo irreconocible en tres, cuatro o cinco décadas. Menuda diferencia.
Es cierto que los problemas ambientales son acumulativos, en tanto que una pandemia es fulminante. Una persona o un grupo bien pueden salvarse de ella sin sufrir consecuencias duraderas. Un día, que esperamos cercano (2021), habrá una vacuna disponible y entonces los riesgos se reducirán en forma dramática. ¿Olvidaremos después el COVID-19 como hace cien años se olvidó la devastadora gripa española? Lo dudo, porque los efectos económicos de la pandemia tomarán cinco o diez años en enderezarse, si no más.
El calentamiento global se puede describir como un tren expreso con una inercia gigantesca. Imposible, por ende, tratar de detenerlo a punta de confinamientos o medidas semejantes. Sin embargo, es en extremo difícil lograr que la gente tome acciones de peso para mitigarlo o contenerlo, más allá de ir a manifestaciones o de participar en formas digitales de protesta. Un porcentaje pequeño está ensayando el vegetarianismo y algunos posponen o descartan hijos que antes tenían en los planes. Más raro aún es que la gente se meta la mano al bolsillo o, con más veras, acepte modificar su ideario.
Temas cruciales, como la energía nuclear —según los científicos la fuente más confiable y limpia disponible en la actualidad—, hacen que la gente reaccione con el hígado, es decir, dando rienda suelta a sus prejuicios. ¡Chernóbil!, vociferan, como si este doloroso y lamentable accidente pudiera repetirse, para no hablar de que sus efectos reales fueron limitados. ¡Fukushima! Pues, sí, un terremoto de magnitud 9 en la escala de Richter que mató gente… por la vía del tsunami, no de la central averiada.
Por ahí derecho hay apocalípticos que proponen políticas no ya inocuas, sino francamente dañinas. ¿O no han visto los lectores la saña con que muchos se oponen a las represas hidroeléctricas sin pensar que la energía que no se genere de esta manera deberá después generarse quemando carbón o petróleo, o sea, envenenando la atmósfera de todo el planeta? Lo dicho, si la gente no siente un riesgo inminente, se guía por sus prejuicios.
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