Publicado en El Espectador
“Nadie sabe para quién trabaja”, dice el viejo refrán, aplicable a Donald Trump. Permítanme explicar brevemente.
El periodismo se ha venido igualando de manera peligrosa. Vale lo mismo un tuit o un post en Facebook, con frecuencia sesgado o falso, que el reporte detallado y verificado, o sea costoso, de un periódico o de un medio formal. También han surgido por docenas operaciones digitales improvisadas, en paralelo con unas pocas valiosas, por el estilo de La Silla Vacía colombiana. “Todo vale nada, si el resto vale menos”, decía el poeta.
La última década ha sido desastrosa para las grandes organizaciones periodísticas del mundo. Perdieron lectores en sus ediciones impresas o difundidas por canales tradicionales y vieron sus balances sangrar tinta roja hasta un punto que raya en la desesperación. No había quién restableciera las fronteras entre el periodismo de gran fondo y la abundante cháchara digital en la que personas de todo tipo —y me incluyo— participan.
Entra en escena Donald Trump, el hombre más poderoso del mundo desde enero de este año, y de repente la frivolidad mazacotuda deja de funcionar. Como una orca hambrienta ante un cardumen de pargos, el hombre vislumbra comida fácil, y convencido de que Twitter le permite llegar sin intermediarios al único público que de veras le importa, el suyo, les declara la guerra a dos instituciones más americanas que el perro caliente: los organismos de inteligencia y los medios de comunicación. A los segundos les promete, palabras más palabras menos, que los va a acabar. Del New York Times siempre dice que está al borde de la quiebra.
Súbitamente queda claro que este cetáceo depredador constituye una presa demasiado grande para la manada de pescadores con chalupa que abundan en la red. El combate que plantea Trump solo lo pueden afrontar unas pocas organizaciones estructuradas, valientes y dispuestas a tomar grandes riesgos. Claro, los organismos de inteligencia preceden a Trump y estarán ahí cuando él se vaya. Hacen parte de la naturaleza del Estado americano. No así los grandes medios, que podrían volverse irrelevantes y hasta quebrar si un personaje como este les gana la partida. Estamos ante una lucha épica en pleno siglo XXI: desnudar, denunciar y, al final, tumbar a Trump, así sea impidiendo su reelección en 2020, es cuestión de vida o muerte, digamos, para el New York Times, el Washington Post y CNN, los tres medios que el señor del peluquín más odia.
Pese a que la batalla no lleva ni seis meses, es posible sacar conclusiones provisionales. La popularidad de Trump y la aprobación de su gobierno son históricamente bajas, pero no catastróficas. Esto indica que las continuas andanadas de los medios y de los humoristas de televisión han hecho mella en el público general, si bien todavía la base dura de los partidarios del presidente sigue impermeable. Además, avanza la investigación del exdirector del FBI Robert Mueller, sin que se sepa nada sobre sus conclusiones, así esté muy claro que es en extremo peligrosa para el régimen.
Es inútil hacer predicciones. Aunque Trump se ha puesto a la defensiva, no deja de ser presidente de Estados Unidos, por lo que aún le queda mucha munición en el arsenal. Sus adversarios, claro, siguen en primera fila de batalla, porque saben que, aparte de su dignidad, se juegan su existencia como organizaciones independientes y vigorosas. Al resto del mundo solo nos resta mirar asombrados.