Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
«Entre la idea y la realidad, entre el movimiento y el acto, cae la sombra«, dice un famoso poema de T. S. Eliot. Y si, esa sombra misteriosa es también la que se interpone entre la utopía y la realidad.
Aceptemos, en gracia de discusión, que las utopías per se no tienen nada de malo, siempre y cuando se entienda que son especulaciones, a veces muy poderosas, que no pueden implantarse así como así a la realidad sin causar una gran destrucción, consideración esta que no es del agrado de quienes creen en su necesidad. La utopía es por definición una construcción artificial de la inteligencia; de ahí la fuerza que tiene y también la debilidad, pues su relación con la realidad es caprichosa. El daño se produce cuando las utopías se sueldan a visiones autoritarias del devenir histórico, basadas en algún determinismo, o sea cuando de la utopía se pasa al fundamentalismo.
Dicho lo anterior, un problema común con la utopía es su raíz mandona y autoritaria. Al utópico no le gusta que lo contradigan y, si pudiera, impondría su visión sin sopesar antes las consecuencias. Ya lo decía Claurio Magris: «Todas las utopías que pretenden tener la receta para la felicidad ajena son totalitarias e insensatas, erróneas». No es fácil razonar con los utópicos; oyen lo que quieren, lo que no quieren no lo oyen, consideran los datos que ratifican sus creencias, desechan los que no.
En el pasado abundaron las utopías degeneradas, por ejemplo, la de Hitler o la de Stalin. Alexander Herzen, en tanto personaje de La costa de la utopía, trilogía de Tom Stoppard, decía: «Los destructores llevan su nihilismo como una enseña -piensan que destruyendo son radicales-. Pero destruyen porque son conservadores desilusionados, decepcionados por el antiguo sueño de la sociedad perfecta de los círculos cuadriculables, donde todo conflicto desaparece. Solo que tal lugar no existe, por eso lo llaman utopía. Hasta que dejemos de matar de camino hacia allá, no habremos crecido como seres humanos. Nuestro sentido no depende de que logremos trascender la realidad imperfecta que existe. De la manera en que la vivamos depende nuestro sentido en nuestro tiempo. No hay otros”.
La utopía tiene mucho arraigo entre los jóvenes, quienes inmersos en teorías a veces poderosas, no quieren que nadie relativice sus creencias. Se entiende, no les ha tocado como a nosotros los más veteranos ver el colapso de aquellas utopías que nos sedujeron en nuestra juventud. Por lo demás, no existe ninguna sabiduría a prueba del paso del tiempo y menos si quiere explicar el comportamiento de los conglomerados humanos o de los propios individuos.
Voy a repetir aquí lo publicado en otra columna sobre este tema hace algo más de diez años: «…aún va implícito en la utopía el concepto de revolución, pues es imposible llegar a puertos radicales si no se utilizan métodos radicales y no se dan grandes saltos. Por contraste, la reforma ha vencido a la revolución en casi todos los cambios de importancia que el mundo ha experimentado en el último siglo» Completo el concepto diciendo que el reformismo por el que apostamos muchas personas centradas es cualquier cosa, menos utópico. El reformismo debe poderse materializar en políticas concretas que resistan los embates de la vida real. Por si acaso, yo dejé de predicar utopías hace décadas. Las ilusiones de la juventud se gastan.