Venezuela, un año después de la victoria (y la derrota) de la democracia – Beatriz Becerra

María Corina Machado y su entorno han apostado por una estrategia paciente de presión interna, amplificando las fisuras entre las distintas facciones del chavismo.

Publicado en: El Español

Por: Beatriz Becerra

El 28 de julio de 2024 marcó una fecha histórica: por primera vez en décadas, el pueblo venezolano logró una victoria incontestable en las urnas frente al régimen de Nicolás Maduro.

Con una participación masiva, organizada y decidida, la oposición unida, liderada por María Corina Machado y con Edmundo González como candidato presidencial, ganó de forma aplastante las elecciones.

Aquel triunfo fue mucho más que una jornada electoral: fue la culminación de una estrategia cívica, paciente e implacable, que logró lo imposible dentro del marco de unas reglas trucadas.

Porque no fue sólo el voto lo que derrotó a la dictadura. Fue un ejército ciudadano que recogió, escaneó y custodió, una a una, las actas que probaban la verdad: que Maduro había perdido.

La magnitud de esa gesta es colosal. Con todo en contra desde un año antes de las elecciones, frente al fraude oficialista, frente a la manipulación del CNE y al silencio cómplice de observadores internacionales como José Luis Rodríguez Zapatero, el pueblo organizado fue el que resguardó el mandato soberano de los venezolanos

Y, sin embargo, un año después, esa victoria parece haberse congelado en el tiempo como el último paso democrático posible dentro de una dictadura que nunca estuvo dispuesta a ceder. Esa victoria se ha convertido en la piedra angular de una nueva etapa: la de la resistencia en la sombra.

Un año después, la dictadura sigue en pie, pero ya no es la misma. El mundo entero fue testigo de que los venezolanos, incluso dentro de un sistema amañado, lograron vencer a Maduro en las urnas. Que el régimen no haya cedido el poder no resta legitimidad al resultado: la agranda.

La represión posterior —el escandaloso exilio forzado a España del legítimo presidente electo Edmundo González, el secuestro de su familia, el acoso permanente contra líderes y ciudadanos, la multiplicación de presos políticos y el asesinato impune de manifestantes— no es más que la confirmación del terror de un poder que se sabe derrotado moral y políticamente.

María Corina Machado, símbolo incuestionable de la resistencia democrática, la líder más coherente y valiente que ha tenido la oposición venezolana en este siglo, lleva meses en la clandestinidad. Perseguida, acosada, invisible pero no callada. Sin dejar un solo día de actuar. Con la capacidad intacta de sostener la causa.

Yo creo que María Corina lidera hoy una fase nueva y crítica. A pesar de la persecución salvaje contra ella y su entorno —que incluye decenas de secuestros, desapariciones forzadas y asesinatos de dirigentes y activistas—, su red no ha dejado de crecer.

Cada mensaje, cada decisión estratégica, cada nueva incorporación a su lucha tiene una finalidad clara: sostener la legitimidad democrática que los venezolanos conquistaron en las urnas y hacer crecer las grietas dentro del régimen hasta convertirlas en fracturas irreparables.

Para ello, está sumando todos los respaldos posibles, dentro y fuera del país, construyendo puentes, manteniendo viva la llama de la unidad democrática. En este tablero, el apoyo más decisivo no puede venir de Europa —cada vez más tibia, más desorientada—, sino de Estados Unidos.

La figura clave en este momento parece ser el nuevo y poderoso secretario de Estado, Marco Rubio, viejo aliado de la causa democrática venezolana desde el primer mandato de Donald Trump. Su respaldo no es solo político: es estratégico, moral y potencialmente operativo.

Machado lo sabe, y por eso, aun manteniendo las constantes vitales del profundo vínculo democrático con la Unión Europea, todas las piezas se están reordenando para consolidar una relación con EEUU que puede convertirse en el punto de inflexión de este proceso.

Parte esencial de esta etapa es también, sin duda, la presión inteligente sobre la comunidad internacional por los presos políticos extranjeros y con doble nacionalidad —entre ellos, ciudadanos europeos— que Maduro mantiene en sus cárceles como piezas de canje.

La indignación ante la inacción de muchos de los gobiernos involucrados es comprensible, pero también es una herramienta de denuncia que está ganando fuerza.

A este respecto, el gobierno de Pedro Sánchez ha optado por una actitud indolente, cuando no directamente cómplice. El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, ha demostrado una alarmante falta de liderazgo, limitada a declaraciones vacías y promesas incumplidas, incapaz incluso de gestionar lo más básico: localizar y proteger a ciudadanos españoles desaparecidos.

La pauta viene marcada por el asesor en jefe, el expresidente Zapatero, artífice de una política exterior española orientada a proteger los intereses del régimen venezolano. Y, no lo olvidemos, los suyos propios.

Aunque ya haya derivado sus desvelos a China, todo apunta a que su impronta, el rastro de sus abominables gestiones políticas a favor de una tiranía y sus beneficios económicos millonarios sobre el petróleo y el oro venezolano, están por salir a la luz en el marco de los casos Aldama y Ábalos.

Siempre, siempre, sobrevolando todo, con Z de zamuro o zopilote, la figura ominosa de José Luis Rodríguez Zapatero. Silente en julio de 2024 cuando se perpetró el fraude; útil en julio de 2025 para armar a toda prisa un intercambio de presos que dé algo de oxígeno al régimen.

La reciente llamada de Maduro al expresidente español, agradeciendo públicamente y «con cariño» su mediación fue una humillación para la diplomacia europea. Pero, sobre todo, un recordatorio y una advertencia al hombre que sigue operando, ganando tiempo para un régimen acorralado, pero no vencido: «Aló, Zapatero, sigues siendo nuestro».

Pero quizá el terreno más delicado, y a la vez más prometedor, es el de orden interno: la descomposición del propio régimen.

María Corina y su entorno han apostado por una estrategia paciente de presión interna, amplificando las fisuras entre las distintas facciones del chavismo. Al imparable aislamiento y ninguneo de Maduro se suman las tensiones entre Diosdado Cabello —el hombre fuerte del narcopoder, dispuesto a morir matando— y los hermanos Rodríguez —Jorge y Delcy, operadores políticos que buscan una salida negociada para conservar poder y evitar la cárcel— son cada vez más evidentes.

Un año después de la victoria electoral del 28 de julio, Venezuela sigue siendo una nación secuestrada.

Con la guerra interminable de Rusia en Ucrania, el horror sin tregua de Gaza y el desorden económico global, Venezuela ha sido relegada a un segundo plano, como si el hecho de haber votado por el cambio y haber ganado, pero no haberlo logrado materializar, la hiciera menos víctima y más culpable.

Pero, con todo, Venezuela resiste. Vive. En las calles, en las redes, en la clandestinidad. En el exilio, en las familias separadas, en los presos políticos que no han claudicado, en los activistas que siguen documentando, denunciando, sobreviviendo. En cada acto pequeño de rebeldía y dignidad.

Ánimo, Venezuela. Hasta el final.

 

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