Publicado en: The New York Times
En Ciudad de México, y su zona conurbada, vivimos casi 22 millones de personas que, en lo que va de 2019, solo hemos disfrutado de nueve días con “buena calidad de aire”. En 2018 tuvimos solo quince. Aun siendo una estadística aterradora, sorprende que esta intoxicación haya terminado convirtiéndose en una dócil rutina que forma ya parte de nuestra naturalidad. Solo una quincena al año de aire limpio, en la que se puede saludablemente respirar. Lo demás es humo.
Cuando vine a vivir aquí por primera vez en 1995, me encontré rápidamente ante dos nuevos aprendizajes: la relación con la condición sísmica del altiplano y la convivencia con la contaminación permanente de la ciudad. La educación en los temblores fue relativamente sencilla y veloz. La urgencia de una tierra que se mueve no permite demasiadas elaboraciones. Su propia historia ha hecho que los habitantes de Ciudad de México sean expertos en la fuga pero también en la solidaridad.
Con la contaminación todo fue distinto y más lento. Me costó lidiar con esa nueva experiencia y con su nuevo lenguaje. Sentirme de pronto en un territorio lleno de partículas suspendidas, donde es indispensable medir diariamente los puntos del Índice Metropolitano de la Calidad del Aire (IMECA), me hacía sentir por momentos en un espacio algo irreal, cercano a la ciencia ficción. Cuando viví mi primer día de contingencia ambiental, le pregunté a un vecino en qué momento se decretaba la alerta más alta. “Cuando los pajaritos se caen de los árboles”, me respondió.
Es curioso constatar que ante la contaminación existe una aquiescencia parecida a la que se da ante el carácter sísmico de la ciudad. Como si ambos fenómenos ocuparan el mismo rango de naturalidad, la misma dimensión de catástrofe inevitable. Probablemente, este proceso de normalización es uno de los elementos fundamentales del problema. La contaminación ya no es vista ni vivida como una emergencia sino que, por el contrario, ha sido incorporada a la lógica urbana. Sus consecuencias letales en la salud parecen olvidarse fácilmente: según reportes médicos aumenta la incidencia de cáncer de pulmón, aumentan los riesgos de infartos al miocardio y reduce las expectativas de vida. La invisibilidad les regala a las partículas suspendidas una inocencia que no tienen. De esta forma, el exceso de ozono y los rayos ultravioleta parecen ser entonces simples rasgos de nuestra nueva identidad, las consecuencias naturales de ser tantos.
Es cierto que, en este mes, más de veinte incendios alrededor de la ciudad han impulsado la crisis de esta semana. Pero también es cierto que ya había pronósticos que advertían que todo esto podía ocurrir. En marzo, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda) les propuso a las autoridades activar un plan preventivo, con el que alertaba sobre una probable emergencia para este mes de mayo. Pero, al igual que en el pasado, las acciones oficiales solo parecen ser eficaces cuando juegan a la defensiva y ya no ha más remedio. Es como si la única posibilidad del Estado ante la polución fuera el fracaso: la huida hacia el interior, la suspensión de clases y de actividades, el control vehicular… Se recomienda no tener actividad física y no usar lentes de contacto.
Esta vez, sin embargo, Claudia Sheinbaum, la nueva jefa de gobierno, ha señalado además que estos planes no son ni siquiera una salida medianamente eficiente para salir de la crisis. “No pasa nada si decretas contingencia ambiental”, declaró, y dejó en el aire preguntas que queman tanto como el azufre o el monóxido de carbono: ¿y entonces qué se puede hacer? ¿No hay manera de luchar contra la contaminación?
Son muchos los estudios sobre las consecuencias que produce la falta de calidad de aire. El lunes 13 de mayo un titular del periódico El Sol de México retrataba, tal vez de manera involuntaria, esta absurda tragedia: “Respirar en la CDMX tiene efectos nocivos para salud”. Es un contrasentido que refuerza la idea de que habitar esta ciudad diversa y maravillosa implica, como contraparte, ser un suicida.
Paradójicamente, la mayor ciudad de habla hispana no tiene una palabra propia para designar aquello que la asfixia: el smog. La nata oscura que todos atravesamos al descender en avión sobre el valle aún no tiene nombre. Tal vez eso también es un síntoma, una muestra de cómo, durante tantos años, hemos banalizado nuestra propia suciedad. Sin duda, es necesario revisar todos los planes y replantearse una nueva estrategia oficial frente a la contaminación. Por supuesto que se requiere de nuevas legislaciones y diferentes acciones de control en todos los sentidos. Pero cualquier salida que exista pasa por crear una nueva conciencia ciudadana, por desnormalizar la contaminación. Por devolverle su estridente sentido de urgencia.
Se puede vivir del humo, sí. Pero por poco tiempo. Cada vez menos.
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