A contravía

Por: Leonardo Padrón

No consigo servilletas. Tan absurdo y simple como eso.

Tres intentos en distintos supermercados. Todos fallidos. Había olvidado el tema hasta que fui con mis hijos a un restaurant de comida rápida (que ya no es tan   rápida y cada vez es menos comida, lo sé). Al final del pequeño   suicidio estomacal veo que sobre la bandeja sobrevivieron inertes, pulcras, sin uso, un brevísimo puñado de ocho servilletas.

De pronto, me brillaron los ojos. Vi furtivamente hacia los lados.

Era el momento perfecto. Total, esas servilletas me pertenecían,   formaban parte del indigesto y gustoso menú. Bastante que había pagado por todo lo que reinaba sobre esa bandeja. Tomé las   servilletas, las apreté como quien ama de repente y las guardé en   un bolsillo de mi chaqueta. Ocho servilletas. Salí del local con la   ridícula sensación de haber hecho algo fuera de la ley. Pero adquirí ocho chances más para limpiar mi boca. No es el momento   de pensar en el aceite o el arroz. Vamos por partes. Es, apenas,   domingo. ¿Crisis? ¿Cuál crisis?, canta Supertramp.

***  Un obrero me ofrece un negocio: dos parcelas con dos tumbas   cada una, a 7.500 el hoyo en el cementerio de Guatire. «Eso está   regalado. Las puede vender carísimas después. Y con el problema de la inseguridad, imagínese la demanda que hay». Me quedo mudo, no sé qué decir. Ciertamente debe haber una amplia   solicitud de ataúdes y terrenos para dormir un poco esa resaca   que es la eternidad. Me habla de las ventajas del sitio, de la vista   que posee. Apenas sonrío con algo de estupor y dejo escapar el   negocio de mi vida. La muerte, cuando se vuelve tan abundante,   puede ser un asunto rentable.

***  Caracas está escrita por el vértigo. Ese es su autor intelectual.

La paradoja es su talante. Oscilamos entre la riqueza de su vida   cultural y la crisis de sus servicios básicos. La gente va de la risa a   la sangre el mismo día. Del Sarao a la muerte. De la consigna a la   apatía. Del insulto al piropo en la misma calle. Hoy agrupo en mi   memoria los basculantes fragmentos de una semana al azar. Una   semana como maqueta del biorritmo que nos define. Alguna vez   pedí públicamente un poco de aburrimiento nacional. No me ha   sido concedido. No hay aspiraciones cercanas a que eso ocurra.

El país es una chirriante máquina de café. A veces hay semanas   que parecen una docena. Caracas es un café expreso.

***          Esa sensación de abrir los ojos, desperezarte, buscar a tientas   la prensa y que el país te ladre sus noticias. Denuncias de magnicidio que propician bostezos colectivos. La supuesta víctima,   modestia muy aparte, anuncia la ira de los dioses. Trata de remedar el súper ego de su «padre», sin éxito. Corruptos que marchan contra la corrupción en un alarde de cinismo patrio. Policías que roban en una joyería lo que no alcanzaron a llevarse   los primeros ladrones. El director de un periódico encarcelado y   el otro con sus cuentas personales confiscadas. La Constitución   violada delante de las cámaras de televisión en plena Asamblea   Nacional, como si fuera un reality show. Agarras aire. Te asomas   al Ávila, reconoces que sigue siendo una postal para el optimismo. Y el sol, que anda punzante hasta la sonrisa. Decides hojear otras noticias. Te topas con gente que organiza festivales de   música, gente que hace teatro (del bueno y del terrible), gente   que hace deporte y triunfa, gente que realiza películas y llena   las salas, gente que lucha por los derechos humanos, gente que   crea fundaciones contra el cáncer. Agarras oxígeno y entusiasmo.

Prosigues asomándote al país. Lees las penurias de un hospital   público. Si te tienes que operar, lleva tu jeringa, tus vendas, tus   grapas, tu Povidine. Señor enfermo, señora convaleciente, le notificamos ­lean el memorándum­ que ya no podremos ofrecerles   comida mientras los curamos.

Que sus familias se apañen, en   la esquina hay una panadería,   dos cuadras más allá venden   unas empanaditas. Dejo de   leer, agobiado.

Recibo un mensaje de texto de la señora que me trae la   prensa dominical: «Hoy no se   le dejó Últimas Noticias, salió   demasiado tarde, tiene problemas a raíz de q la compró   Cabello, x q solo tiene q salir   lo q a ellos les conviene». Vaya   recado.

***  Es hora de comenzar a escribir. Pero nada surge. El silencio   de la página triunfa. Merodeo por mi biblioteca. Elijo Rayuela, en   la nueva edición de Santillana para celebrar sus 50 años. Abro el   libro en cualquiera de sus páginas, porque así es el juego, y me   asomo, como diría Valeria Luiselli, «con ese impulso desesperado   que nos lleva de vuelta a los libros leídos cuando somos incapaces de escribir una sola línea ­como si allí fuéramos a encontrar   un remedio, o acaso, una redención».

Pero esta vez no funciona la estrategia. Lo intento con alguna   película. Veo Elles, protagonizada por Juliette Binoche, uno de   mis justificados amores platónicos. Allí está, hermosa y melancólica. Me dejo ir en esa historia. Afuera, Caracas me repite su   estribillo: «Vuelve». Y eso hago, en su hora más letal: la noche.

Todavía la gente insiste en la vida puertas afuera.

***  Es miércoles y me acerco a las instalaciones de Ciudad Banesco.

La prensa anuncia que allí se darán cita voces marcadas por su   juventud para honrar la música de Simón Díaz. Suena atractivo.

Es parte de la inusual agenda de un festival de música llamado   Caracas a Contratiempo, una idea portentosa de Aquiles Báez   y Ernesto Rangel. Suelo tener el defecto de ser puntual (en este   país, eso es un defecto). Para mi asombro, veo una cola de gente   que desborda la capacidad del lugar. Muchos no logran entrar.

Adentro, ocurre la maravilla: cada cantante ­a su estilo­ va versionando las canciones del viejo maestro de la tonada. Irreverencia, desaliño, frescura. Mucho de eso hubo esa noche donde   se tejió un luminoso homenaje a nuestro llanero universal. El   gran protagonista fue el talento, sin duda. Hubo momentos de   esos que uno se lleva para siempre en el bolsillo de los entusiasmos. Bettsimar Díaz lo dijo, atascada en la emoción: «¡Ahora es   que queda país!». Una frase cierta. Inexorable. Los músicos, por   ejemplo, siguen fabricando su magia, a pesar de los embates de   la realidad nacional. Hay dos países: uno que fabrica y otro que   destruye.

***  Un fotógrafo me cuenta que dos fiscales de tránsito lo detuvieron viniendo a mi casa. Suele andar en moto para burlar los   nudos del tránsito caraqueño. Ya lo habían parado hace una semana. No había cometido ninguna infracción. El más dispuesto   de ellos lo encaró sin tardanza: «Tienes dos vías para resolver esto: la izquierda o la derecha». Aún no sabía cuál era la infracción   cometida, pero ya estaba en el paredón de fusilamiento. Apenas   tenía un billete arrugado de 20 bolívares en el bolsillo. El fiscal   resopló hastío: «Eso no me alcanza para nada». Pero el fotógrafo   no tenía más dinero. Le pusieron dos multas, por 500 bolívares.

cada una, con todo en regla: casco, licencia, certificado, ánimo.

Nunca supo cuál fue su falta. Le pregunto qué pasó en esta nueva   ocasión. «Cuando el fiscal me reconoció, agitó el brazo con decepción: `¿Tú otra vez? ¡Chao, chao!’». Lo dejaron ir.

Suelen andar por una esquina aledaña al parque del Este. Prefieren el horario de 4:00 a 6:00 de la tarde. Eligen al desgaire a sus   víctimas. Y, por supuesto, a veces el azar les trae el mismo rostro, el mismo billetico arrugado de 20 bolívares que no alcanza   para nada.

***  «Mirar más hacia adentro», propone Aquiles Báez desde ese   enorme y ahora imprescindible festival de música que le ha regalado a Caracas. Un festival que circuló desde los contenedores de Tiuna, el Fuerte en el Valle hasta el origami naranja del   Centro Cultural Chacao. El domingo de la clausura hubo una   abrumadora demostración de virtuosismo sobre la tarima. Aquí   hay mucho músico fuera de serie, insisto. Este país es sobresalto   pero también melodía. Somos mejores de lo que parecemos. Los   creadores no han dejado de trabajar por encima de los escombros que ha ocasionado la política en nuestra cédula. Hay una   apuesta por insistir. Una necesidad de reafirmarnos en nuestras   virtudes. País de crisis moral, país de bondad y talento.

***  Ir a contravía. Ese es el mandato tácito que ejercen los cuantiosos héroes anónimos del país. Vivir a contravía de los matraqueros del espíritu, de los improvisados y facinerosos, de los obtusos   y radicales. Comerse la flecha. Contradecir la negligencia general,   trascender la opacidad, burlar los abismos ideológicos, arriesgar   por el triunfo de tus méritos. Hay gente con las manos llenas de   dinero impúdico, de petróleo corrupto. Pero también hay gente   que fabrica ideas, canciones, rutas para el encuentro. Y en las dos   lejanas orillas en que nos hemos convertido, hay gente braceando hacia el centro del río, allí donde seguramente encontraremos   el primer abrazo del próximo país que nos toca ser.

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