Publicado en El Nacional
Por: Raúl Fuentes
Tenida por la crítica especializada entre las novelas más importantes y atractivas de la literatura inglesa del siglo XIX, Great Expectations es probablemente la creación más versionada de Charles Dickens. 18 adaptaciones se han cinematografiado y no menos de media docena televisado, 3 por la BBC. En 1946, David Lean (Lawrence de Arabia, El puente sobre el rio Kwai, Dr. Zhivago) dirigió la considerada mejor película basada en ella, aunque –el tiempo no pasa en vano– hay quienes, yo en entre ellos, valoran más la realizada en 1998, con exceso de licencia creativa, por Alfonso Cuarón.
Es tentador extenderse en la reseña de las páginas dickensianas o la cinta del oscarizado cineasta mexicano, pero, a los efectos de estas divagaciones, importan más el nombre de la obra y su significado en castellano. Mi viejo y descuajaringado Appleton’s New Cuyás Dictionary, traduce expectation como esperanza o expectativa. Lo mismo hace el plurilingüe y sabelotodo Dr. Google. Sinónimos o no, ambos sustantivos han alternado machaconamente en mi cabeza mientras se celebraban los 24 encuentros regionales previos al Congreso Nacional del Frente Amplio Venezuela Libre; la cantinela devino en alucinación auditiva el jueves, víspera del evento, cuando pergeñaba mis puntos de vista respecto a esta tercera tentativa de multiplicar esfuerzos e iniciativas para restaurar el Estado de Derecho. Quizás estas líneas fueron escritas bajo el influjo de tal delirio acústico.
Si grandes son las expectativas en torno a la vindicación del ejercicio político fundado en el debate y la búsqueda de consensos, mayor aún son las esperanzas concitadas por la participación ciudadana en el diseño de una plataforma concertante basada en el bien común: más de 10.000 personas dispuestas a intervenir en el diseño, ¡por fin!, de un proyecto país, no son moco de pavo. Sindicatos, gremios, partidos, empresarios, estudiantes, instituciones educativas, agrupaciones de naturaleza diversa –sociales, vecinales, deportivas, religiosas–, amén de chavistas malquistados con la usurpación madurista y su giro dictatorial, devuelven al venezolano algo de la fe perdida en la oposición, en razón de sus desencuentros. “El país está cansado de vernos pelear (…) queremos unificar fuerzas, estrategia y visión de país”, manifestó uno de los promotores de este nueva y, ojalá, definitiva aglutinación de voluntades libertarias. Me cuento entre los defensores del voto, mas no en la participación, a juro, en elecciones amañadas; si no hay cómo hacer respetar la voluntad del votante, el sufragio no tiene valor alguno. Votar sin posibilidad de ser estafado y dejarse seducir por encantadores de serpientes con la golosina del diálogo han sido infernales piedras con las que han tropezado recurrentemente las circunstanciales ententes contrachavistas.
Cuando una clase media atemorizada por la deriva autoritaria y socializante del redentor bolivariano, empoderado gracias a la antipolítica (su fantasma, ¡buu!, continúa espantando); un liderazgo disperso y partidos en terapia de recuperación cayeron en cuenta de su insoportable soledad, nació en junio de 2002 –imperiosa necesidad– la Coordinadora Democrática de Acción Cívica –o Coordinadora Democrática, a secas–, que proponía, previa salida de Chávez, con base en los mecanismos previstos por la Constitución, incluido el artículo 350, convocar a elecciones generales y “alcanzar un acuerdo para la reconstrucción democrática de Venezuela”, mediante una reforma de la carta magna, a fin de implantar una segunda vuelta electoral y recortar a 4 años el mandato presidencial.
También solicitaba –exigencia arrojada al basurero del olvido– conformar una “comisión de la verdad” a objeto de investigar los asesinatos del 11 de abril de 2002. Estos objetivos no excluían el diálogo y sus voceros se sentaron a la mesa de negociaciones servida por César Gaviria (OEA), el Centro Carter, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y un grupo de “países amigos” (Brasil, Chile, México, Estados Unidos, España y Portugal). A nada se llegó.
Tampoco rindió frutos el paro petrolero de diciembre de 2002 y enero de 2003. De fiasco en fiasco, la coordinadora se abocó a la activación del referéndum revocatorio de agosto de 2004, experiencia frustrante porque el CNE hizo de la suyas, ratificó a Chávez y, colorín colorado, el cuento terminó y la ilusión unitaria se desvaneció.
Mejor suerte corrió la Mesa de la Unidad Democrática, plataforma abiertamente electoral, prefigurada en 2006 cuando Teodoro Petkoff, Julio Borges y Manuel Rosales competían por la candidatura para enfrentar a Chávez –disputa zanjada mediante la selección consensuada del gobernador zuliano–, y formalizada el 23 de enero de 2008 para conmemorar los 50 años de la caída de Pérez Jiménez y el retorno a la democracia. La MUD ganó las dos últimas elecciones parlamentarias. En la primera de ellas, la manipulación de las circunscripciones electorales y un arbitraje sesgado redujeron a minoría la mayoritaria representación opositora; en la segunda, ni el gerrymandering ni el malapportionment –términos usados por los politólogos en referencia a tramposas reglamentaciones territoriales y demográficas– pudieron evitar su aplastante victoria, empero el CNE le birló varias curules para impedir que alcanzase los 2/3 necesarios para poner orden en la pea y ahorrarnos tres años de violencia, represión y oprobio.
La MUD mató un tigre, se asustó con las rayas y murió de cansancio o de fastidio, R.I.P.; sin embargo, en desacato crónico, todavía subsiste la Asamblea Nacional, único poder público auténticamente legítimo de la República. Y ahí están los estudiantes, decididos a tomar nuevamente las calles; el Frente Amplio Venezuela Libre, apostando a la reunificación de las fuerzas democráticas; una ciudadanía activa –45 protestas diarias contabilizó en octubre el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social–, y toda una nación esperanzada y a la expectativa de tiempos mejores, pues, determina la sapiencia popular, a la tercera va la vencida.