Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Un abismo es el locus, sin fondo previsible, de la profundidad propiamente dicha. Los antiguos griegos lo llamaban αβυσσος (á-bys-sos), lo que literalmente significa “sin fondo”. Se trata, pues, de lo insondable. Pero, por eso mismo, se relaciona con las profundidades en las cuales, se supone, reside “el lugar de los muertos”, la abertura al inframundo, la prisión de los espíritus en pena, la morada de las sombras y el dolor, la neblinosa mazmorra de todos los tormentos. En suma, el Tártaro, el Érebo, la casa de Hades y de los llamados Inferi Di (los dioses del inframundo), quienes regentan la geografía del más allá. Esa parece ser la actual descripción de un país que, hasta hace muy pocos años, representaba el Olimpo –que quiere decir “lo más alto entre lo más alto”– de la industria petrolera en América Latina: Venezuela, un país que, paradójicamente, fue bautizado por los navegantes italianos, al ver los palafitos en los que habitaban sus tribus aborígenes, a orillas de su imponente golfo, como una Venecia en miseria, disminuida, devastada, en fin, empobrecida. Ni se imaginaban aquellos exploradores –¡oh, ironía!– la potencial riqueza que yacía bajo aquellas humildes construcciones. Después de todo, también el abismo comporta sus paradojas.
Jean-Paul Sartre acuñó la frase: “El infierno son los otros”. Cabe pensar si, bajo las actuales circunstancias en las que vive la Venezuela, a la que durante los últimos veinte años le han ido secuestrando el derecho de poder ingresar al siglo XXI, el abismal infierno que la circunda, que la penetra, ha sido el resultado no de “los otros” sino, más bien, de “nosotros”. Con contadas intermitencias, la historia de los venezolanos ha sido escrita por el llamado militarismo desde muy tempranas fechas. Su débil sociedad civil solo pudo, finalmente, crecer y robustecerse al cobijo de la democracia contra la cual ella misma insurgió un fatídico 4 de febrero, absorta ante el canto de sirenas con botas. Las consecuencias de aquella triste atmósfera, generada por el descontento –devenido ira de la multitud– frente a un Estado incapaz de comprenderse, de renovarse, de reinventarse a sí mismo, se sufren hoy con creces, y no sin asombroso patetismo. No se sabe bien si ya Venezuela ha tocado fondo, si ya ha llegado al “punctum dollens” de su abismo, en esta suerte de continua “caída libre” que parece no acabar. Pero, si aún no ha llegado al “punctum” en cuestión, se le asemeja bastante. Y la pregunta de rigor parece ser la que interroga por el cómo salir de la casa de Hades, de Caronte y de Cerbero, es decir, de este tormentoso reino de los infiernos de cada día.
Desde una perspectiva estrictamente objetiva, el régimen actual se encuentra “atrapado y sin salida”. No posee ni los recursos necesarios, ni la capacidad de maniobra, ni el consenso suficiente como para propiciar una “salida”, no se diga viable, ni tan siquiera honrosa o “decente”, del infierno al que condujo al país. Este régimen carece de “piernas” –y no se hable de cerebro– para poder apuntalar la mínima “honrilla”. Desde el punto de vista subjetivo, ha perdido el consenso y, con él, toda legitimidad. Solo le queda aferrarse a la fuerza bruta, no pocas veces presentada bajo las formas propias del leguleyo, plenas de ficciones y consignas vaciadas de todo contenido, de toda realidad concreta. Ficciones y consignas extraídas de manuales y breviarios que padecen de la mayor anacronía, esquemas sin tiempo que les impiden reconocer que ya no pueden sostenerse en pie, y que hasta los antiguos “socios” de la hora afortunada los han abandonado, por aquello de cuando veas las barbas de tu vecino arder. ¡Y están ardiendo! De manera que, como dice una vieja expresión, “más temprano que tarde” este régimen militarista, populista, plagado de ignorancia y mediocridad, irresponsable y corrupto, que ha conducido al país a la absoluta pobreza material y espiritual, terminará por desplomarse.
No obstante, la pregunta sigue teniendo vigencia: ¿cómo salir del abismo? Con una buena parte del país productivo, técnicos y profesionales de primera en el exterior, fuera de sus límites geográficos; con una economía en ruinas; sin la prosperidad de la otrora pujante empresa petrolera; con recursos financieros sensiblemente disminuidos, como consecuencia de desfalcos milmillonarios; con una población exhausta, famélica, sin salud, asediada por la cruel violencia, pero aún aferrada al facilismo y a criterios contrarios al esfuerzo común, el panorama no pinta las mejores tonalidades del arco iris tricolor.
Y, sin embargo, se puede. El ejemplo de la Europa o del Japón de la posguerra inspira. Sirva este texto de Hegel como reafirmación del crucial –y sin duda interesante– momento histórico que le ha tocado vivir a Venezuela, en esta necesaria escalada para salir del abismo: “No es difícil ver, por lo demás, que nuestro tiempo es un tiempo de parto y de transición hacia un período nuevo. El Espíritu ha roto con el mundo anterior de su existencia y de sus representaciones, y está a punto de arrojarlo para que se hunda en el pasado, está en el trabajo de reconfigurarse. El Espíritu nunca está en calma, está prendido en un permanente movimiento hacia adelante. Pero, igual que en el feto, después de una larga y silenciosa alimentación, la primera respiración interrumpe –en un salto cualitativo– la parsimonia de aquel proceso que solo consistía en crecer, entonces nace el niño, así, el Espíritu que se está formando madura lenta y silenciosamente hacia la nueva figura, disuelve trozo a trozo la arquitectura de su mundo precedente, cuyo tambalearse viene indicado solo por unos pocos síntomas sueltos; la frivolidad y el tedio que irrumpen en lo existente, el rumor indeterminado ante lo desconocido, son los emisarios de que algo nuevo está en marcha. Este paulatino desmoronarse que no cambia la fisonomía del todo se ve interrumpido por el amanecer, un rayo que planta de golpe la conformación de un nuevo mundo”. Son los imprescindibles “dolores de parto” para el advenimiento de la Venezuela que ya ha comenzado a construir su unidad superior. La unidad en la diversidad. La que la hará re-nacer.
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