Jean Maninat

Abolengo – Jean Maninat

Por: Jean Maninat

Y que sufriendo está esta infamante ley de amar a una aristócrata siendo un plebeyo él.

Luis Enrique, el Plebeyo (Felipe Pinglo Alva)

No son tiempos propicios para andar por allí en los medios de comunicación presumiendo de su linaje, de esa sucesión de sangre, narices, orejas, tics nerviosos y condecoraciones que pasan de miembro en miembro de las familias reales, otrora tan celosas de dejar entrar comunes en su seno salvo que fueran parte del servicio de adentro o del secretariado de apoyo. Hubo una especie de celibato, de abstinencia, ¿de distancia social?, que obligaba a las casas reales a buscar herederos entre sus vástagos para mantener el torrente sanguíneo de la familia protegido de impurezas plebeyas.

Pero la “modernidad”, o como se le quiera llamar, y la decadencia de los atributos físicos e intelectuales de sus iguales, sus maneras y manías, hizo que muchos de los aristocráticos jóvenes volvieran la mirada libidinosa hacia el entorno ciudadano que los rodeaba, y con los plebeyos de este mundo quisieron sus suerte echar. Guardaespaldas, profesores de tenis, entrenadores personales, ricos industriales, actrices famosas, inteligentes y destacadas profesionales, aguerridas periodistas, y hasta una stripper se barajaron con la realeza en un melting pot de los de arriba, los del medio y los de abajo que ya todo lo cambió.

El último gran caído en desgracia, ha sido Juan Carlos I rey emérito de España, y han sido tan voluminosos sus desaguisados personales y con el fisco de su país, que resulta improbable que su gran legado democrático quede indemne. ¿Sirve de algo la monarquía?, se incorpora a los temas de discusión baladí de la pandemia.

La verdad, es que se asemeja cada vez más a una obra de teatro, una costosa representación que a punta de “actualizarla” ha perdido su aureola de excepcionalidad referente y se parece cada vez más a aquella vieja serie de la televisión norteamericana Dinastía. Antes, al menos, iban de la corona a sus asuntos con cierto decoro. (Sí, es verdad, Enrique VIII ya se las traía).

No es que la institucionalidad republicana y democrática disponga de mejor salud, también está asediada por sus propios gazapos y la exitosa labor de sus enemigos para horadarla desde afuera y desde adentro, de izquierda y derecha, con coleta o con corte de pelo marcial. La internacional de la antipolítica es potente y su prédica de odio a la democracia tiene fronteras ideológicas muy porosas. ¿Qué distingue a Bolsonaro de Pablo Iglesias? El Tratado de Tordesillas que posibilitó que uno quiera destruir la democracia en portugués y el otro en español, por nacimiento. El desprecio por las instituciones democráticas los aúna en ambos idiomas.

Luego del affaire inglés y su hollywoodense puesta en escena, seguramente habrá mayor escrutinio sobre la realeza y sus traspiés, y los enemigos jurados de la monarquía -y de paso de la democracia- afilarán las hojas de sus guillotinas. ¡Cuellos en remojo!

Para abolengo, el democrático.

 

 

 

 

Lea también: «Fatiga de espejo«, de Jean Maninat

 

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