El llamado al entendimiento no es una opción: es la única opción
Hay una amplísima impugnación popular, gente decepcionada por las políticas revolucionarias, pero no tanto de la ilusión que los engatusó. Eso lo revelan entre otros dos indicadores: que entre el porcentaje de rechazo al gobierno y el que registra la imagen de Chávez, la diferencia es significativa. Y que a su vez, entre ese disgusto y la intención de voto opositora también hay una grieta. Están decepcionados e indecisos pero no por eso se tragan -todavía- a los rivales. Es una franja demográfica que no tiende naturalmente a simpatizar por la oposición. Y cualquier dictamen destemplado, cualquier gesto, vengativo o amenaza, aleja a ese elector de la posibilidad de apoyar la Unidad, funde la idea de que esta actuaría positivamente. Anunciar revocatorios, destituciones, constituyentes y demás joyas de la corona revolucionaria, les suena tempestades a las madres en los barrios que salen a trabajar con enorme esfuerzo para mantener a sus hijos.
Y diapasona la prédica de que un triunfo alternativo conduce a la violencia, al caos político. El discurso debe ser armónico: esperanza, posibilidad de cambio, reconciliación; y sin hojillas en la cola, señalar por qué no hay bienes básicos en los mercados, ni electricidad, ni seguridad ciudadana pero sobre todo, demostrar que se tienen las ideas para superar tales carencias. Pero de vez en cuando, del «cerco de los dientes» -dijo Homero-, saltan fieras verbales que emocionan al palco de sombra, pero confunden al tendido de sol, donde están las mayorías (¿qué dirán los empleados públicos de «vota para botarlos»?). Es la impronta de Chávez, demasiado profunda aún. Quienes luchan por la democracia en regímenes autoritarios deben proponer el diálogo como modo de vida, como anticipo de lo que quieren para la sociedad. Sus lenguajes hablados y no hablados, deben corresponder a eso.
El objetivo revolucionario
Si los acuerdos y coloquios son la esencia de la política civilizada, el iniciático es el respeto a la Constitución y las leyes, y cualquier otro solo es legítimo si no las contraviene. La sociedad libre nace de esto y lo que no sea así resulta un contubernio o distribución de territorio, como hacen los traficantes y las mafias. La inviolabilidad de las normas de convivencia es un principio que existió siempre, desde Licurgo, pasando por la Carta Magna de 1515, hasta la primera Constitución moderna por excelencia, la norteamericana. Las revoluciones del siglo XX se propusieron -y lograron- destruir las conquistas que las constituciones de EEUU y Francia legaron a la humanidad, y lograron disolver el Estado de derecho surgido de ellas. El objetivo revolucionario fue eliminar los derechos humanos, a la vida, el pensamiento y la propiedad, a nombre de los «intereses del pueblo» que usurpan para cederlos en concesión a quien se les prosterne.
Lo último que debe hacer un demócrata es hablar parecido a los mandones o usar su estilo. Y en la coyuntura electoral, mucho menos. Quienes luchan por la democracia están obligados a dialogar con sus adversarios por principio. Lógico que el radicalismo cretino disfrute cada mentada de madre, porque subsiste del autoalivio, pero no puede marcar la política general. Son los que viven en la tiniebla del pesimismo, las nubes negras, cínicamente propugnan una violencia que no practican, y cuestionan lo que hace la Unidad sin materializar alternativas al camino democrático. Los hay en todos los bandos y son iguales o peores que lo que dicen combatir, infectados de un odio que chorrea por sus tobillos.
Gano aunque pierda
Intolerancia, superficialidad, desconocimiento de la política, ignorancia de lo elemental, fanatismo y vulgaridad, llevan a algunos a poner en cuestión gente que ha pasado todas las pruebas, ninguna de las cuales les ha tocado ni de lejos. Creen que poner un tuit es una causa heroica que les da derecho al sarcasmo ofensivo, a regar sospechas.
El llamado al entendimiento no es una opción: es la única opción. Hasta en Siria, donde 300 mil cadáve- res se descomponen en sus tumbas producto de Al Assad, no parece haber otra salida. El gobierno propone un acuerdo de respeto a los resultados electorales, lo que en cualquier país normal sería la quinta rueda del vehículo, llover sobre mojado, pero aquí genera un justificado sacudimiento de desconfianza, porque se formula cuando al mismo tiempo anuncian que «ganaremos las elecciones como sea», en una mezcla de jaquetonería y dudosas intenciones.
¿Cómo firmar un acuerdo con quien repite eso y quiere unas elecciones sin observadores internacionales salvo sus acólitos, impide la entrada de uno de los competidores a la salas de totalización e impide reconteos? La Unidad podría aceptar un acuerdo a contraréplica: con asistencia abierta a la OEA, la UE, Unasur, EEUU, ONGs y todo aquél que quiera comprobar la transparencia, como ocurre en cualquier país democrático. Los que dicen que «ganarán como sea», por ventura equivocan el discurso, porque se burlan públicamente de la voluntad de la gente, «el pueblo», para hacer carantoñas a sus propios y minoritarios zelotes. Eso ayuda a conformar un resentimiento en la inmensa mayoría silenciosa, que se los va a reclamar.