Publicado en: El Universal
“Primero concéntrense en salir del pozo”. He allí el consejo que Felipe González daba a Ricardo Lagos y sus compañeros de la Concertación, y que un reciente trabajo de Lowenthal y Smilde en “The New York Times” invocaba a santo de la crisis que sacude a la oposición venezolana. Más allá de la anécdota, claro, más allá del foco que algunos han puesto en la “injusta” comparación entre la Venezuela de Maduro y el Chile de Pinochet, importa detenerse en la pedagógica premisa que los autores desgranan. Una oposición estancada, rota, perdida dentro sí misma, sin aparente autonomía, fuerzas ni influencia real, difícilmente podrá impulsar demandas políticas de gran calado. Más que idealismo, en fin, el maximalismo que hoy esgrimen unas huestes enclenques luce más bien como panglossiano extravío.
Lo dicho: recomponerse hacia lo interno asumiendo previamente la debilidad e identificando sin auto-engaños la oportunidad, sería el primer paso de un nuevo ciclo. Apelar al pragmatismo, además, no implica renuncia al objetivo. Todo lo cual lleva a preguntarse: ¿habrá disposición esta vez para aceptar que se está tocando fondo, o la expectativa seguirá atada a la terca percepción de que aún somos lo que alguna vez tuvimos? ¿Divisaremos el escalón, la ocasión de capitalizar algún progreso -aunque sea imperfecto, aunque sea incierto- o seguiremos dragando, haciendo más y más profundo el pozo?
Proclamas como “estamos más fuertes y unidos que nunca”, por ejemplo, hoy no parecen tener cabida. Sería un error creer que las ventajas de 2019 siguen intactas luego de la seguidilla de estrafalarios “asaltos al cielo”; de la embestida del régimen en medio del desconcierto de quienes -a contravía de la prédica de Sun Tzu- atacan “con cólera y con prisas”. El peor lastre, el de la ceguera autoimpuesta, impide precisar la propia carencia o captar la marrullería de los comerciantes de espejitos que pululan en uno y otro bando. Peste que como a esos ciegos amargamente descritos por Saramago, los que “viendo, no ven”, mete a los afectados en una caverna de autoindulgencia, inmunes a las críticas y reconsideraciones.
El pozo prevalece, sin embargo. Se hace más hondo y estrecho en la medida en que la realidad pide activo involucramiento de los actores políticos; no entelequias, no meras consignas. En la superficie, una sociedad cada vez más hostigada por la pandemia y la merma generalizada, cada vez menos tocada por la consciencia de responsabilidad sobre el espacio común, no sólo obliga a explorar algún consenso surgido de la emergencia del nos-otros. También la convocatoria a elecciones viciadas –y percibidas por muchos como inútiles, en tanto no garantizan mudanzas drásticas del statu quo- presiona por decisiones que, entre otras cosas, comprometen la supervivencia de la oposición como alternativa política.
Todo anuncia que sectores acoquinados por el clima de opinión, auto-entrampados por la batería argumental que desestimó la participación en 2018 y dio su bendición al interinato; llevados por la idea (¿profecía autocumplida?) de que la vía electoral se agotó en 2015, decidirían abstenerse. Una posibilidad que perturba por muchos motivos. No sólo porque ante la reducción dramática de capacidades, despachar una oportunidad de organización, cohesión y articulación interna se vuelve una crónica de inanidad anunciada. No sólo porque el seguimiento del corsi e ricorsi opositor indica que el aumento de la influencia del bloque se relaciona con avances cuantificables en el terreno electoral; y los retrocesos, con el abandono total o parcial de esos cortijos. No sólo porque el interés de países aliados promete diluirse en el trastorno de la pandemia y los reacomodos de la post-pandemia. No sólo porque la desafección cívica que está en la base de la abstención (según reciente sondeo de Datanálisis, la identificación partidista opositora se ubica en 11,7%) delata la desconexión entre liderazgo y ciudadanía e impide capitalizar el descontento. Preocupa además porque la integridad y vigencia del ethos democrático en contextos neo-autoritarios también dependen del visible contraste ofrecido por una oposición que, como apuntan Lowenthal y Smilde, debería participar “activamente en los asuntos públicos y la política”.
En ese sentido, y aun al tanto de la distorsión procedimental que encajan las neo-autocracias del siglo XXI, surge la angustia: ¿qué opciones de lucha quedan para la fuerzas democráticas que deciden apartarse de la arena institucional? ¿A qué grado de influencia pueden aspirar en procesos de cambio si, mudas o ausentes, no logran hacer sentir su peso en zonas de conflicto asociadas a las elecciones, a la gestión local, al parlamento, a los medios de comunicación?
Las alternativas no abundan. Precisamente, en atención a ese riesgo de auto-anulación es que oposiciones democráticas en otras latitudes, en lugar de tullirse señalando la ilegitimidad del régimen eligieron sudar en el terreno de juego y bajo las reglas que este imponía, con la esperanza de cuestionarlo, de debilitar sus bases de apoyo; de derrotarlo, incluso. Es el caso de Chile (1988), de Brasil (1985), Polonia (1989) o Ghana (2000). Pero también es un desafío en pleno desarrollo en países africanos como Kenia, Togo, Tanzania, Burundi o Guinea, por ejemplo, donde elecciones en medio de turbulentos procesos de autocratización/regeneración democrática y los perennes dilemas estratégicos que plantean, forman parte del actual paisaje político.
“Primero concéntrense en salir del pozo, luego intenten ampliar su influencia, paso a paso”. La serena exhortación que en 1986 el presidente español hacía al futuro presidente chileno, reverdece a la luz de los trajines de quienes enfrentan estas escurridizas, elásticas, fulleras autocracias modernas. Vale la pena atenderlo, sin duda. Nos consta que uno de los verdugos del ímpetu democrático es el obstinado apego por los oficios suicidas.
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