Publicado en: El Universal
Lejos de la incauta pretensión de promover reformas estructurales profundas sin antes haber asegurado espacios efectivos de poder -la política y su léxis piden un terreno donde volverse praxis, “aquí y ahora”; he allí una condición que no puede ser ignorada.
“Una zorra hambrienta vio un soberbio racimo de uvas maduras, e intentó alcanzarlo. Saltó y saltó, pero no pudo. Entonces, agotada y vencida por el esfuerzo, decidió despreciar las uvas diciendo: “¡Están verdes!”. ¡Ah! La fábula de Esopo podría brindar útil espejo a los venezolanos: por lo visto, el vellocino de oro al que aspiraba la oposición democrática, la redonda coronación de una serie de afanes que, con todo y sus garrafales extravíos, clamaba por mejores desenlaces; el chance de conjurar un drama de proporciones bíblicas es desechado de pronto pues, al parecer, ahora está fuera de nuestro alcance. La “lógica” ha indicado entonces renunciar al deseo, ya que ningún temerario brinco hará que “bajen las uvas”… ¡Tanto nadar para morir en la orilla! A espaldas del reto que implica en política lidiar con lo que luce imposible, persuadir a otros de la legitimidad de esta cansona, siempre dispareja brega; no claudicar a pesar de las propias limitaciones o los pantanos que surgen de competir en contextos autoritarios, el convencimiento inicial de muchos aspirantes optó por abreviarse en la elipsis, mutar en cansancio prematuro e inexplicable precisamente cuando el barrunto de un remate prometedor se asoma a escasas brazadas de distancia.
Lejos de la incauta pretensión de promover reformas estructurales profundas sin antes haber asegurado espacios efectivos de poder -la política y su léxis piden un terreno donde volverse praxis, “aquí y ahora”; he allí una condición que no puede ser ignorada- al rehusarse a participar en elecciones (incluso en esas que sabemos amañadas hasta la impudicia) los partidos políticos corren el riesgo de desconocerse a sí mismos, de renegar de su naturaleza, de su raison d’être. No olvidemos que los propósitos, motivaciones, responsabilidades y alcances del liderazgo, aunque esencialmente articulados con el ethos social, no pueden someterse a los designios del prejuicio o los ocasionales respingos del resto de la sociedad. Aún en un ambiente tan anómalo como el que tenemos (o justamente por eso) los partidos cometen un pecado al desligarse de su función de control de la acción gubernamental mediante la conducción y movilización de las masas para la participación política; y el voto (mientras exista; y esa fragilidad se cierne como un ultimátum) ofrece impulso para ello. La finalidad última y legítima de obtener el poder mediante el apoyo popular es razón que condiciona y blinda la supervivencia: sin poder, los partidos políticos corren el riesgo de desaparecer.
De allí que la no-participación, el “boicot electoral” -como acto de “fuerza moral” con cierto impacto en sistemas donde el reclamo por comicios inclusivos o limpios tiene algún potencial de ser visibilizado y tomado en cuenta: en países donde, de paso, los derechos más básicos de los individuos no cuelgan de un roñoso hilo- anuncia nuevos avisperos para la oposición. Pensada como única estrategia y no como medio de presión para la obtención eventual de mejoras, ¿hasta qué punto el sofocamiento de la voz colectiva o la auto-marginación de sectores que se alejan voluntariamente de la competencia periódica puede generar resultados a favor del plan de acceder al poder? ¿Hasta dónde apostar al pensamiento dicotómico, a la resolución “perfecta” en las condiciones más hostiles plantea metas realistas?
Como lenitivo para los voluntariosos sirve un llamativo botón: sin contar la amarga experiencia local de 2005, cuando la abstención sólo cundía en el atornillamiento de los mandones; o los deslaves que mermaron el brío de los partidos en 2017, la investigación de Matthew Frankel demuestra que la maniobra del boicot electoral ha fallado consistentemente, en tanto no logra el objetivo de apartar al boicoteado del poder. El análisis de 171 eventos en todo el mundo registrados desde 2010 lleva a concluir que la abstención apenas obtuvo un enclenque margen de éxito de 4%. En el caso de Venezuela, Líbano, Irak, Argelia y Libia, entre otros, todo indica que hubiese sido mejor para los opositores invertir su energía en organizar una campaña electoral (la vía más rápida y efectiva para incorporar a la mayoría social a un gran movimiento que atienda a objetivos estratégicos, capaces de remontar el corto plazo) en lugar de un boicot que sólo causó su debilitamiento, la virtual extinción de espacios que “permanecen vacíos y sin voz”… ¿qué nos garantiza ahora ser la excepción?
“Amenaza pero participa”: la tarea sugerida parece ser organizar el reclamo y los votos, no organizar «sin voto»: el voto presta incentivos para que partidos y líderes se activen y activen, para que se empeñen en producir mejores opciones aún en las peores circunstancias. He allí su competencia, su razón de ser. Negarse a sí mismos ese cometido, ese intrínseco rasgo de identidad, no procurar formas creativas de alcanzar las uvas porque están “verdes”, es haber sucumbido a la peor de las hambres: la que colapsa mentes y espíritus justo cuando se presenta la ocasión de aliviarla.