Publicado en: El Universal
En su Ética nicomáquea, Aristóteles se detiene en la Philia como concepto central, un tipo de amor por los individuos que, amén de su potencial para favorecer una vida virtuosa, permitía pensar la vida en comunidad; de allí la philia de tipo político, la homonioa, nacida en la distinción del posible beneficio mutuo. Maquiavelo disertaba a su vez sobre la conveniencia de que un príncipe sea temido, sí, pero sobre todo, amado. En contraste con los postulados del racionalismo imperante, Spinoza se atrevía a retomar el papel dinámico que las pasiones (tristes o alegres) otorgaban a la historia, tal como lo concebían poetas de la estirpe de Homero; y afirmaba que el alma-mente no puede desvincularse de los apegos y mandatos del cuerpo. Rousseau, por su lado, sostenía que para que una sociedad permanezca estable y motivada para emprender proyectos de convivencia, necesitaba una suerte de amor cívico, un conjunto de “sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel”.
Como observa la filósofa Martha Nussbaum (Emociones políticas: por qué el amor es importante para la justicia, 2014), los pensadores liberales tampoco fueron ajenos a esa idea del apoyo emocional a la cultura política. Resonando con la “religión del hombre” sobre la que preconizaba el poeta Rabindranath Tagore, John Stuart Mill imaginó una “religión de la humanidad” para ser enseñada en lugar de las doctrinas religiosas, como base de políticas que exigieran “un sacrificio personal y un altruismo no selectivo”. Ni siquiera los representantes más conspicuos del realismo político excluyen la emocionalidad de tal ecuación; y reconocen, como hace Weber, (quien “detestaba el romanticismo político”, según describía Ernst Toller) que si bien la política se hace con la cabeza, esta actividad no estaría completa sin la entrega apasionada a una causa.
El viejo-nuevo interés que despierta el factor emocional como elemento explicativo del comportamiento político, es evidente. De allí que sobre ese decisivo -qué duda cabe- papel de los afectos en los procesos de percepción, cognición y decisión, hoy surja una vigorosa corriente asistida por los aportes de la neurociencia cognitiva; y más específicamente, por la neuropolítica. La búsqueda de respuestas acerca de qué es lo que orienta y determina nuestras adhesiones o cuánto pesa más en esa identificación, si las ideas o la dimensión pasional, si las propuestas programáticas o la capacidad de provocar entusiasmo, conmoción o rabia, es un imperativo en tiempos de toma de decisiones que definirán el rumbo de un país, los destinos de una sociedad.
Pero inmersos como estamos en una dinámica siempre inestable, más líquida y dependiente de la autopercepción, cada vez menos atada a credos fijos e inquebrantables; objetos de una cultura de la sustitución marcada por los imprevisibles pulsos del “Yo”, hay que admitir que, a la hora de distinguir soluciones democratizadoras, esa búsqueda se problematiza. Pasar de incorporar una necesaria gramática de los afectos al vital ejercicio de la razón práctica, al logro de eso que Rawls llamó “consenso entrecruzado”, asoma un trayecto lleno de trampas y tentación por los excesos. Una philia imperfecta, no virtuosa, opera entonces para convertir la afinidad pragmática en afecto sin contención ni condiciones, en batalla por la captación de emociones del cliente-votante. En teatralización de la vida pública, y arropamiento de la razón por la emergencia. En irrelevancia y mera sentimentalización del relato político.
Los límites entre uno y otro terreno aparecen borrosos; sin embargo, sus efectos son muy distintos. En la Alemania de Ángela Merkel, por ejemplo, el enfoque empático, confiable y decisivo de la canciller que en sus inicios fue bautizada como “das Mädchen” (la niña), le valió luego el sobrenombre de “die Mutti”, la madre. Tras el apodo pleno de connotaciones afectivas, conectando con sentimientos de seguridad y protección inspirados por el arquetipo de la figura materna, y fundado al mismo tiempo en el ejercicio de “un híperliderazgo falto de vanidad”, -Pol Morillas dixit– se alzaba un valioso eje para la construcción de esa visión de comunidad. Los afectos han jugado acá un rol estelar, mitigando la insatisfacción, el eventual vacío, los picos de incertidumbre que atentan contra la cohesión social. Con más luces que sombras, y sobre la base de premisas aglutinadoras -que la historia del extravío totalitario nunca debería repetirse- se avanzó en la modernización de valores de la democracia; en el deseo, vínculo y compromiso que, entre socios de una comunidad política, se imponen a la hora de dilucidar soluciones conjuntas.
En las antípodas de eso que Arendt calificaba como “amor mundi” -diálogo entre amigos que tienen algo en común; esa amistad cívica que sirve de puente entre la política y el amor, “quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas”– se hace sentir el desenfreno afectivo de los neopopulismos. No, no hay cabida en estos casos para la estabilidad que ofrece el consenso rawlsiano, sino para agudizar el malestar, las distinciones maniqueas y reduccionistas. Con la convicción de que el lazo social es de índole sentimental, más bien se pide la adhesión desgarrada, uniformizante, la lealtad acrítica del aliado; y por otro lado, la discriminación sin atenuantes para quien no esté dispuesto a entregarse en esos términos. No acompañarlos será interpretado como odio. Portadores de “emocionología” en lugar de ideología; amantes insaciables y tóxicos, en fin, están poco o nada dispuestos a dispensar pecados de autonomía en sus serrallos.
Lo cierto es que, a merced del descomedimiento de este giro afectivo, la propia democracia liberal no pocas veces se ve forzada a encajar, sin mucho éxito, en una horma ajena a la racionalidad ilustrada que la inspiró. No nos debe extrañar que, en tal brega, el ideal zozobre. Resulta llamativo que en 2007 Felipe González afirmase que, más que ideologías, “para liderar el cambio es imprescindible hacerse cargo del estado de ánimo de los otros”. Sin desvirtuar el valor de la exhortación, y aceptando la acción medular de la emoción en la reconfiguración de un sujeto que se sabe blanco de múltiples influencias, importa avistar los riesgos que entrañaría la sentimentalización de la conversación pública, el confinamiento del ciudadano a guetos identitarios cada vez más imprecisos; y en qué medida esos fenómenos abonan a la crisis de la democracia. Sobre este nuevo sujeto postsoberano al cual se refiere Manuel Arias Maldonado -suerte de desafío al paradigma kantiano, aquel ser que tendía a actuar como maximizador racional de sus preferencias- toca posar ahora una mirada compasiva, atenta y esperanzada. Tomar consciencia tanto de las limitaciones de su agencia como de las posibilidades de la amistad cívica, no sólo lo hará más fuerte, sino que ayudará a redefinir las propias fortalezas y antídotos que en lo adelante deberá desarrollar la democracia.