Publicado en: El Universal
«Esta generación que tomó el camino del sacrificio se forjó en el Fuerte Tiuna (…) para demostrarles a los politiqueros venezolanos cómo se conduce a un pueblo hacia el rescate de su verdadero destino”, proclama Chávez a su salida de Yare en 1994. Ante la falta de respuestas del sistema político, ante la ausencia de liderazgo comprometido con la generación de resultados tangibles, ante la frustración y el hartazgo que cunden como hiedra venenosa entre los afectados, si algo sabe estrujar el populista es la idea de que la “política tradicional” (esa que un puño de ungidos vendría a “renovar, refundar, purificar”) es mal que debe erradicarse.
“La democracia liberal ya murió”, dispara más tarde; sólo la “sabiduría popular” logrará purgar los vicios del Estado burgués. Es cuando surge la idea de una democracia directa, sin intermediarios que diluyan la queja de una masa ávida de justicia. Claro, al ser percibidos como incapaces de conectar con las demandas populares, se endilgó toda la culpa del naufragio a las instituciones, los políticos, las élites. Y sin duda, en ese desamor respecto a la política, el mediocre desempeño de aquellos tuvo mucho que ver; pero no podemos negar que al hincar sus pezuñas en el pathos, esa retórica de la indignación hizo que luciera imposible tomar los correctivos que la vía de la deliberación entrañaba y que la propia democracia representativa hubiese habilitado. La revolución y su líder encontraron terreno fértil en el encrespado espíritu de los venezolanos: arrasar con todo lo que recordara al Ancien Régimefue el remedio prescrito contra la peste de los “politiqueros”.
Una fuerza aniquiladora, parada en la ofuscación más elemental, conspiró contra cualquier afán de templanza. El sex-appeal de la soflama soportada por el blasón moralista fue difícil de ignorar. ¡Ay! En mala hora un país curtido en la praxis democrática se dejó embaucar por el odio contra la “política sucia” y la animosidad antiélites. Gracias a eso el populismo instaló su celada: si dar poder al pueblo implicaba saltarse la norma, había que desechar las “falsas” conquistas de “la IV”.
No por azar viene este repaso, casi un bucle que nos atrapa crónicamente en los meandros del pasado reciente. El sinsabor del “Que se vayan todos” (lema que coreaba el 71% de argentinos defraudados por el gobierno de De la Rúa y que precedió al “voto bronca” en la elecciones legislativas de 2001) calzaría como guante a esta hora procelosa que vive Venezuela. Y es que el trastorno no sólo atiende a la impúdica negligencia del gobierno populista y autoritario; la desconfianza apunta también sus dardos hacia la mediación de un desgastado liderazgo opositor, nos vuelve gavilla de nervios expuestos, cada vez menos ganados a la idea de que el trabajo imbuido por un ethos democrático logrará proscribir el calvario, la incertidumbre.
En épocas de indignación viralizada en segundos y bilis volcada caóticamente a las redes sociales –“esto es democracia directa”, apuran algunos, como si democracia no implicase distinguir las fronteras de la otredad, como si insultar fuese parte de un ejercicio inalienable y libertario- no extraña entonces ver resucitar esa vieja, equívoca “añoranza de una política no política” que delata Safranski; un discurso que opone la sabiduría del “pueblo verdadero” a la de la “casta política”, “las élites y la pseudointelectualidad”. Presa de sus repulsas, este habitante de la polis virtual -“los genuinos opositores”, “la gente decente” o como interese llamarlo ahora según el framing del cual se parta- a veces se mira a sí mismo como epítome de todas las virtudes “que valen la pena” (otra forma del fetichismo popularista que censura Rafael Cadenas); inocente, probo y dotado de un instinto político infalible que debería orientar la acción política para “dignificarla”.
“Que los líderes sigan al pueblo, no al revés”: embriagada por la conciencia de cesación de los límites, picada por la rebeldía, la mentalidad tribal y el “asco” hacia todo aquello que conviene licuar con el inicuo establishment (y sin que tercie un matiz de piedad que permita ver pluralidad o humanidad en su nuevo antagonista) se mueve una fresca estirpe de criaturas antipolíticas; una que bebe de la exaltación que se agazapa en estas nuevas plataformas de comunicación que tan a menudo nos incomunican.
Ocasionalmente la historia revela curiosos déja vù: EEUU, por ejemplo, asistió a una moderna reedición del rencor que en 1891 inspiró al “People’s Party”, un movimiento de granjeros arruinados cuyo fervor antiélites y antiintelectual recuerda el apoyo que se tejió alrededor de Trump. Asimismo, la oposición venezolana no deja de revivir el tiroteo suicida que nos sitió en 1998. Por eso es útil detectar dónde y cómo cobra cuerpo esa tarasca, antes de que el largo apego por la insolencia, el cinismo y la anarquía nos vuelvan pasto de mesías que espolean a sus indignados seguidores y esperan pacientes su turno, dispuestos a saltar a la yugular, como siempre.