Hay gente que no debería morir. Personas que vinieron a este mundo con un solo propósito: hacer el bien.
Casi todas mis mañanas comenzaban con una conversación con él. Del país, de lo que estaba pasando, de los sueños e ilusiones que cada día se hacían añicos y nos empecinábamos en rehacer. Hacíamos planes. Muchas veces esos planes no podían ser cumplidos y teníamos que buscar cómo salir de atolladeros editoriales.
Miguel tenía una cualidad excepcional: una inteligencia elegante. Culto y versado, lograba con facilidad que mis rabias cotidianas se aplacaran.
Comencé a extrañarlo hace tiempo. Mi marido enfermó. Y Miguel también. Mi marido murió. Y ahora muere Miguel. Por cierto, ellos se habían hecho amigos. Cuando Miguel no podía localizarme, pues llamaba a mi esposo. Más de una vez llegué a casa y encontré que llevaban largos minutos en amena conversación. Porque ambos eran apasionados de la astronomía.
Yo no sé extrañar a la gente que se me va. Nunca he sabido decir adiós. Y creo que jamás lo aprenderé.
Miguel Maita merece el aplauso de muchos. Tuve la inmensa suerte de tener a un hombre tan cabal como él como mi editor muchos años. Y mis lágrimas de hoy son mi agradecimiento y mi aplauso para Miguel.