Publicado en: El Universal
La propuesta de abrazar la ruta electoral como alternativa de lucha en contextos autoritarios, toma por estos días un segundo aire. Tras la designación de un nuevo CNE (con mejores resultados de lo que se esperaba) resuena una palabra clave: reinstitucionalización. En país donde el desgarro de la dinámica política prácticamente engulló toda regularidad democrática, la zona de oportunidad que se inaugura a partir del evento de marras no luce despreciable.
Emplazados por la necesidad de una síntesis que concilie el poder de las razones con las razones del poder (Luis Salazar Carrión dixit), resulta llamativo ver cómo el debate en torno a la participación ha ido desalojando el restrictivo cortijo del deseo para mudarse al de lo posible. Camino de conquista paulatina que, como avisaba el poeta Machado, se va haciendo al andar.
Sobre los beneficios de esa gradualidad vs el maximalismo, escribe Víctor Carrillo: “las democratizaciones caóticas son productos de victorias contundentes, aplastantes y de corto plazo de los líderes del nuevo orden, que enfrentarán dificultades para echar a andar un sistema político sostenible en el futuro. Mientras que las democratizaciones institucionalizadas son productos de victorias parciales a corto plazo de líderes transicionales y transformacionales, que sientan bases del contrato que hará viable el nuevo sistema”. Sin desmerecer el escepticismo que obliga a comprometerse no con un realismo cínico e intransigente y sí con cierta visión “desencantada” de la verdad, todo indica entonces que lo saludable será apostar al cambio basado en la acumulación de logros nítidos y concretos. Esto en un paisaje donde la “legitimidad”, palabra machacada hasta la náusea, cobraría sentido útil asociada a la “credibilidad”.
Pero, ¿a qué remite esa reinstitucionalización? Siguiendo la categorización de la que parte IDEA (Institute for Democracy and Electoral Assistance), se trata de atar el potencial de cinco atributos democráticos y sus sub-atributos a la regulación de entidades cuya acción trasciende y limita la voluntad privada. Así, la Participación, la Administración imparcial, el Control del Gobierno, los Derechos Fundamentales y el Gobierno Representativo, serán rasgos que atienden no a respingos de los mandatarios de turno, sino a arreglos invariables y previsibles que dan piso a la interacción en sociedad.
Esta es una clave de la democratización funcional que acá interesa. Son esas múltiples instancias de mediación entre gobierno y ciudadanos las que cabe fortalecer, a fin de sortear, resistir, invalidar la embestida autoritaria. Entonces, más que cambiar actores, importa modificar las reglas de juego, afectar las condiciones de la relación de fuerzas para consolidar esa resiliencia. Conjurar ese arbitrario manoseo que, al desactivar la rendición de cuentas, anular la separación de poderes y el pluralismo político, convierte a las instituciones en cascarones vacíos.
Vinculado a calamitosos indicadores de bienestar básico y desarrollo humano, el desguace institucional que se vive en Venezuela es no sólo vasto, sino transversal. Sí: habrá que admitir que tal mengua aqueja no sólo a organizaciones formales de gobierno, hoy prácticamente desfiguradas. También se ve reflejado en el estancamiento de partidos políticos. En el ataque a gremios, sindicatos y demás asociaciones. En la desvalorización de referentes propios de la “modernidad sólida” y el trastorno del imaginario social. Hay mucho por componer, en fin, para aspirar a cierto margen de “normalidad” que incida tanto en la democratización del Estado como de la sociedad. En medio de la hecatombe, no obstante, por algún lado se ha empezado.
Buscando equilibrios entre el optimismo panglossiano y el funesto determinismo, cabe preguntarse: ¿hay chance real para ese arranque, aun inmersos en cuadro tan espinoso? Quizás. La reciente designación del CNE podría estar asomando otro matiz en una dinámica harto conocida. El fruto que insinúa una negociación razonable, sumado a una serie de “gestos” bien recibidos por EEUU y la UE, indicaría que sectores de un bloque de poder no tan inconmovible estarían interesados en aliviar presiones de un contexto internacional hostil, amén de las endógenas.
He allí donde la audacia de los demócratas entra en juego. Favorecer la cooperación antagónica mediante la ampliación de la grieta; inducir el convencimiento de que la apertura es la solución menos costosa para todos, al tiempo que se gestiona esa fatiga cívica que lleva a la despolitización, lucen como movidas relevantes. La incertidumbre ligada a estas mudanzas prefigura así un espacio ventajoso. En la medida en que prospere la confianza de que las reformas son necesarias para continuar en el juego político, el influjo de los radicales podría perder el empuje que a su vez ganarían los moderados. Una tarea dilatada y ardua que, intuimos, podría aligerarse cuando “virtù, fortuna, necessità y occasione” permiten emprenderla desde el propio corazón de las instituciones.
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