Por: Jean Maninat
Todos los pichones autoritarios se asemejan a la hora de hacer sus alardes para ascender en el escalafón hacia águila totalitaria. Hay una actitud refistolera, retadora, de Caracortada perdonavidas que parece ser la marca de fábrica de una denominación de origen descontrolada, cuya cepa brota en todas partes, bajo todos los signos políticos, y los diversos climas del globo terráqueo. Gracias a su empeño -y capacidad de resistencia a los pesticidas democráticos- ha disminuido la distancia que nos separaba de países que suponíamos “más desarrollados” en cuanto a lealtad y apoyo a las economías abiertas y a las sociedades democráticas que los caracterizaban.
Se creyó que luego de la derrota bélica del nazismo y el fascismo y luego de la caída del Muro de Berlín, marcharíamos -algo intranquilos- esquivando unos vidrios rotos autoritarios aquí y allá, pero necesarios para detener el mal que cada quien escogía como némesis particular. Pero, más rápido que luego, nos dimos cuenta que a la Historia como a las cucarachas les tiene sin cuidado las predicciones que anuncian su fin.
Hemos visto surgir nuevas y belicosas especies, producto del cruce tenebroso entre los ADN de diversas ideologías. Como si un médico chiflado combinara en su laboratorio una partícula de totalitarismo comunista, otra de verborrea fascista, una pizca de igualitarismo caritativo, otra de nacionalismo rabioso, grandes volúmenes de populismo, algunas briznas de habla vernácula, cantidades sin medida de exclusión y buena voluntad, de iconoclasia con los símbolos de los otros, de cancelación y más cancelación de lo diverso. Tan solo le basta con variar la mezcla a su gusto, llevarla a la centrífuga, frotarse las manos y, juajajaja, el nuevo hombre nuevo a la medida habrá sido creado.
Siga usted el laberinto de los que hablan pestes de la política y los políticos, se cuelan en, o fundan un partido político, se presentan a elecciones en nombre del pueblo, las ganan y comienzan el desmantelamiento progresivo de la institucionalidad democrática, y se dará de narices, al final del sendero, con el prototipo del minotauro populista, apátrida, multilingüe, hablachento y redentor, siempre rodeado de tontos útiles con los ojos desorbitados por la cercanía al guía y el resplandor de la redención que ilumina como un halo sus espaldas.
Haga sus apuestas, tenga fe y confíe en nosotros, recorra el laberinto populista y si escarba en la tierra, al final del sendero, siempre encontrará su Bitbukele. Muerda digitalmente la moneda como si fuese usted el ávido forajido de un ciberespacial spaghetii western, y comprobará que el populismo, en todas sus variantes, es una estafa universal.
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