Jean Maninat

Brocados – Jean Maninat

Por: Jean Maninat

¿Quién no ha admirado los uniformes de los apuestos húsares prestos para acometer una carga ligera sobre una desvanecida damisela en un salón de baile Austro-Húngaro? ¿O de pequeños, en la Pequeña Venecia, los retratos de Bolívar, el mariscal Sucre, el malogrado Miranda y otros héroes patrios engalanados con uniformes europeos pensados para los rigores del clima europeo? ¿Cómo no extasiarse en los brocados de oro, los botones pulidos, los cordones que penden de un hombro, los sables envainados, todo un boccato di Visconti? ¿Se recuerdan de Los duelistas, la primera -y una de las mejores- película de Ridley Scott? El relumbrante encanto de los uniformes militares decimonónicos.

Tanto es el hechizo que causa la parafernalia militar retro, que repúblicas comprobadas en mil batallas igualitarias e inclusivas, todavía guardan algún regimiento para –la ocasión venida- disfrazar a sus miembros de húsares figurantes (casi espantapájaros), hacerlos chocar los talones, dar media vuelta y emitir sonidos marciales de pájaro afónico: meeeedia vueeelta er, deee freeente er y seguir desfilando a pasito de tren chou-chou frente al mandatario orgulloso de su prosapia guerrera. Suelen ser los ejércitos más vapuleados históricamente, los que más  hojalatas decorativas lucen.

La izquierda marxista ilustrada (o analfabeta, pero consecuente) instauró su propia producción de vestuario para los extras, con predominancia del traje de fatiga guerrillero, boina y desaseo personal a la argentina-cubana que desfiló Che Guevara por las pasarelas internacionales. Los pétreos jerarcas rusos vestían su monotonía ideológica de gris ratonil y los chinos sus raídos trajes Mao que tantos otros costureros quisieron imitar. Había un culto a la personalidad combinado con un pobre gusto burocrático que solo los italianos del PCI se atrevieron a desafiar con la elegancia natural de su gentilicio. Más abajo del Río Grande, las chamarras de cuero y los pantalones corduroy uniformaron a la izquierda alternativa (lo que el término quiera decir) greñuda y perfumada de Jacques Prévert, Édith Piaf y Mercedes Sosa. Todos olían a metro de París.

Los motivos indígenas labrados en las camisas, sacos, guayaberas y chaquetas llegaron de la mano del populismo de izquierda, siglo XXI, ávidos de mostrar sus raíces comunicantes con los pueblos originarios, sus ladinos líderes serían hoy acusados de “apropiación cultural” por andar profanando los motivos culturales de pueblos históricamente sometidos por mestizos y blanquiñosos transnacionales, tratantes de sus intereses y sus votos.

(Nada más gracioso que ver a candidatos y candidatas -de izquierda, derecha y centro- a cualquier elección presidencial, un día disfrazados de chofer de autobús o de pescadores en curiara, el otro de deidad pagana con halo y corona indígena e inmediatamente después de fervorosa creyente católica orando de rodillas y palmas juntas, y rematar cantando joropos cuyas letras maltratan con la memoria. Tanta versatilidad no resulta fiable para quien haya visto otros circos pasar).

Pero si algo faltaba para anunciar la emergencia de una generación de repúblicas bananeras 2.0 es la aparición del reelecto –inconstitucionalmente-  presidente Bukele en su toma de posesión, vistiendo un traje de inspiración militar decimonónica, con brocados de oro en mangas y cuello y flanqueado de un cuerpo militar portando capas también bordadas con espirales y ramas doradas. Afortunadamente, ni entró ni salió en un caballo blanco de paso nervioso. Los brocados aprietan pero no ahorcan.

(N.B. En esta columna entendemos que hay razones de mayor peso para interpelar al presidente Bukele. Pero es que el traje de principito ornamentado estaba de papita. Disculpas).

 

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